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El alma de los genes

Nuestra corta existencia en el mundo no tiene más objeto que transportar nuestra herencia genética rumbo a otro cuerpo que la albergará y traspasará

La religión católica nos recuerda estos días lo inevitable: somos mortales. Entramos en un periodo en el que se celebra la muerte con un acto, ya casi olvidado, en el que el oficiante mientras traza una cruz con ceniza en la frente nos recuerda que del polvo venimos y al polvo vamos. Polvo de estrellas, dijo Carl Sagan.

Pero no como las estrellas. Ellas son predecibles, están sujetas a las inexorables leyes de la física, las conozcamos o no. Su evolución, sus transformaciones, siguen el camino marcado por su constitución física y las condiciones del medio. Nosotros, los seres vivos, somos contingentes y casuales. Es imposible predecir si seremos, adónde vamos, qué designios nos deparará la evolución. Es difícil entender por qué el ser humano intenta, y a veces lo consigue, comprender el mundo. Las estrellas, mucho más poderosas y fiables que nosotros, no se hacen estas preguntas. A imitación de ellas, pensábamos platónicamente, que a través del cambio, de la variación con que se presenta el ser humano, había una esencia, la del hombre, universal y eterna. Pero es la variabilidad, lo que se considera accidental, lo que nos caracteriza, en donde reside la verdad de la biología.

Sin variabilidad el ser vivo estaría abocado a la extinción ante su incapacidad para adaptarse. Es una de las enseñanzas de Darwin: las mutaciones que ocurren al azar, sin una dirección predeterminada, al contrario que los cambios estructurales de la geología, son la base de la selección y en consecuencia de la adaptación. Y aunque se habla de estrellas hijas, realmente ellas no se reproducen, una condición necesaria para los seres vivos: crear una progenie que en la media se parezca más a sus progenitores que a otros reproductores de su generación. Es evidentemente la herencia que hoy sabemos explicar mediante los genes, pero que ya se conocía mucho antes.

Somos mortales como individuos porque realmente poco significamos para la vida. Si aceptamos la tesis de Williams y Dawkins, nuestra corta existencia en este mundo no tiene más objeto que transportar los genes que heredamos de nuestros padres a otro cuerpo que los albergará y traspasará. Esas pequeñas moléculas son las que crean nuestro organismo con esa sola función: reproducirse, y cuanto más mejor.

Pero, ay, esos dictadorzuelos están destinados a desaparecer, como identidad inalterable, porque su misma estructura es inestable y en cada ciclo algo cambia, a veces mucho. No es el gen el actor de la evolución, es el individuo al que esa conformación genética le dio en ese medio, y no en otro, una ventaja: la capacidad de producir más descendientes viables que sus congéneres. Viables quiere decir que sobreviven y en ese medio y crean una progenie. Pero, como se pueden imaginar, no fueron esas mutaciones que confirieron ventajas al individuo una inteligente maniobra de supervivencia del genoma en un medio que ofrecía nuevas posibilidades o posibilidades no exploradas, sólo el azar produjo este resultado.

Esta idea de que todo está en los genes, que el genoma es como el plano de una casa, es incorrecta. Pongamos el caso del cerebro: ¿es el reflejo exacto de los genes encargados de construir ese órgano? Evidentemente, no, porque en su configuración, en la forma en que se enredan las neuronas y crean circuitos cerebrales, el medio y la forma como el individuo vive en ese medio tienen importancia capital. Se demuestra en los gemelos idénticos criados aparte.

Los estudios, con todas las reservas sobre su calidad científica, que no trataré ahora, demuestran que por la herencia como máximo se explica el 50% de las funciones cerebrales que denominamos superiores, como la inteligencia, pero también de rasgos de personalidad, como laboriosidad o apertura a las novedades. Ni que decir tiene que los genes están ahí, en el fundamento de la herencia y la evolución. Porque aunque la selección se haga sobre el individuo, no todas conducen a la evolución. Supongamos que los reproductores machos humanos las prefieren con grandes pechos y que esto no es un rasgo genético: se los ponen. Como no se transmitirá nada, a no ser que se especule sobre una tendencia a la cirugía estética, aquí hay selección pero no evolución: no hay una criba en esa sociedad de las mujeres con unos genes de pechos pequeños dejando sólo las de pechos grandes.

En la búsqueda de la sustancia de la inmortalidad se ha querido hacer una analogía entre los genes y la sustancia perdurable, lo que hay en nosotros de eternos. Aunque pudiéramos decir que en esos nuevos seres que se forman desde nuestros genes estamos nosotros, lo que realmente somos no está en nuestros genes. Tenemos que aceptar nuestra total extinción con la muerte: volvemos al polvo. En la biología no se puede buscar ni explicar el alma, eso queda para la fantasía, la poesía o la fe.

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