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Falsos culpables, falsos inocentes

El necesario cuidado a la hora de aplicar determinadas pruebas médicas en casos judiciales

No es difícil entender la posición de Hannah Arendt tras asistir al juicio de Eichmann. Arendt tuvo una vida llena de contradicciones. En su juventud fue amante de Martin Heidegger, un filósofo que abrazó el nazismo y con ello la creencia en la superioridad de la raza aria y en la infamia que supone para la humanidad permitir que seres inferiores, como los judíos, la contaminen. Las ideas eugenésicas tienen una historia larga, para no ir muy atrás se puede decir que su germen está en Francis Galton, un estadístico que estudió la herencia de caracteres cuantitativos, como el tamaño de los guisantes. Creía que también otros rasgos, inteligencia, bondad, compromiso, eran hereditarios. En la misma época Grigory Mendel estudiaba la herencia de caracteres cualitativos, la rugosidad o lisura del guisante. En las primeras décadas del XX las proposiciones eugenésicas estaban muy extendidas y en casi todos los países había leyes que limitaban el derecho a reproducirse a lo que los biempensantes consideraban escoria. Los nazis simplemente llevaron la idea hasta sus últimas consecuencias. En ese contexto hay que juzgar a Heidegger. Arendt era judía. Sin embargo, en su exilio en Nueva York nunca perdió ese amor y admiración por su maestro. Cuando en 1961 aceptó cubrir el juicio en Israel para el "New Yorker" no se podía imaginar cómo iba a ser su reacción. Todos esperaban una crónica inteligente y vívida del mal, de la vesania de los nazis encarnada en Eichmann. Arendt, a lo largo del juicio, fue formándose una opinión que iba a transformar la manera que hoy percibimos el mal. Se encontró con un hombrecillo con aspecto de burócrata eficiente que respondía a las acusaciones con una normalidad asombrosa. A él le parecía que no tenía ninguna responsabilidad sobre lo que había hecho, sus actos cumplían fielmente con sus obligaciones, eran órdenes de sus superiores, a los que debía obediencia ciega y acrítica. Se consideraba simplemente un eslabón en la cadena. Empleé la palabra eficiente pues su orgullo se basaba en ello: cómo resolver, empleando los mínimos medios, el problema de exterminar a tantos seres humanos. Las consecuencias no le importaba, eso era el ámbito de decisión de sus superiores. He visto imágenes del juicio y uno se inclina a pensar como Arendt. Así fue como nació la idea de la banalidad del mal. Simplemente, su origen no es el mal mismo. Pero hay mucho mal que no es banal. Lo más inquietante es aquel que provoca placer o emociones intensas en el perpetrador.

Lolita es la historia de un pederasta enamorado que lleva a su amada a la perdición. La sociedad occidental pena con castigos severos esas relaciones sexuales, consentidas o no. En cambio, en algunas sociedades es aceptable que cuando se alcanza la edad reproductiva se casen y procreen: una cuestión de perspectiva. Pero lo que no es aceptable son las relaciones sexuales con menores. Ahí el abuso es imperdonable y el castigo ha de ser severo. Por qué algunas personas se sienten atraídas sexualmente por los niños, incluso los bebés, es algo difícil de entender. El sometimiento, el dolor y el sufrimiento del niño pueden ser parte de las emociones del abusador. Hay algo en el mal que excita. Lo expresa Símonov cuando desesperado por la infidelidad de su bella esposa trata de estrangularla. Tuvo un orgasmo antes de cesar en el intento.

Imaginar el mal que causan los pederastas hiere. Por eso cada día con más ahínco la sociedad se esfuerza en prevenirlo y castigarlo. Ante una sospecha o denuncia procede la comprobación. Es un proceso diagnóstico basado en signos, síntomas y pruebas objetivas. La entrevista con psicólogo experto y los test son fundamentales. Como cualquier prueba tiene defectos de clasificación, ni están todos los que son ni son todos los que están; cuanto más inclusiva sea, para detectar a todos, más falsos positivos, más sujetos pueden ser condenados por ese error. Y al contrario, si es muy estricta, muchos saldrán libres siendo culpables. En medicina convivimos con esta incertidumbre a diario. Para mejorar el rendimiento de una prueba objetiva conviene analizarla en su contexto: cuán aparentemente culpable es el acusado. Si es poco, un 20%, con una prueba que el 30% de las veces yerra, que no está mal para este tipo de test, 6 de cada 10 condenados serán inocentes. No se debe contar con ella. Pero si todo lo demás hace pensar que es culpable, pongamos en el 80%, sólo el 25% de los clasificados como inocentes lo son: demasiados culpables resultan impunes. Por eso hay que valorar el coste de condenar a un inocente frente al de absolver a un culpable. Finalmente, la imperfección de las pruebas tiene una especial trascendencia en el mundo forense: mientras en la clínica el diagnóstico es una hipótesis que el tiempo va conformando o descartando (hay un margen para el error que se puede casi siempre reparar si se actúa con prudencia), aquí el diagnóstico es definitivo y la prueba puede ser determinante en el juicio. El juez tiene la última palabra que espero tenga en cuenta estas consideraciones.

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