Woody Allen y Arthur Miller vivían en la misma ciudad. Pisaban las mismas calles. Seguramente sus agendas sociales, igual que el genio de ambos, discurrían de una forma paralela. Cercana, pero sin llegar a coincidir. La vida, que es bastante exótica, quiso que se conocieran en Oviedo. Párese un segundo al lector a pensar en el cúmulo de circunstancias necesarias para que dos personajes como Allen y Miller se estrecharan las manos, por primera vez en su vida, en la Vetusta de Clarín.

Hace ya tiempo que los premios Princesa de Asturias dejaron de ser un acto institucional y comenzaron a tejer historias globales y a crecer en torno a los valores que promueven. Lo que sucede en el Teatro Campoamor es la culminación de un año entero de trabajo, pero hay un antes y un después de la ceremonia que han enraizado en la sociedad y que han abierto la institución a un tipo de público otrora lejano.

La Fundación, además, ha dado un nuevo paso al frente en su involucración con la sociedad asturiana. En su objetivo de acercar los Premios a la gente, ha ido más allá y ha comenzado a trabajar en la recuperación de espacios. De un concesionario de coches en desuso a una iglesia desacralizada, de un teatro abandonado a una antigua cárcel. Todo ello con la gente, que es la que abarrota y participa de forma masiva en las actividades, como protagonista.

La semana pasada le preguntaban al líder de Podemos si asistiría a la ceremonia. La pregunta iba, claro está, con algo de mala leche. Parece que es un pecado que no venga, cuando no tiene ninguna obligación y cuando otros muchos líderes políticos jamás pasaron por aquí y nadie se lo reprochó. En lo que sí se equivoca Pablo Iglesias es en confrontar el hecho de apoyar los Premios con estar con la gente. Precisamente porque ha sido la gente la que ha hecho grandes a los Premios, volcándose con los galardones y celebrando la excelencia científica, artística, literaria o deportiva, entre otras. Pero, sobre todo, porque si hablamos de "cuidar la ciencia y la cultura" entonces todos estamos de acuerdo, se acuda o no a la ceremonia y a la recepción.

Porque eso, cuidar la ciencia y la cultura, es una de las muchas labores que ha llevado a cabo durante todos estos años la Fundación. Dando reconocimiento y voz a perfiles desconocidos para el gran público, ofreciendo luz a labores abnegadas que ayudan a hacer del mundo un lugar un poco menos malo, premiando trayectorias ejemplares y apoyando un constante progreso social.

Eso también es estar con la gente. En estos tiempos turbulentos que vivimos, estamos necesitados de líderes de verdad. Y ver que se reconocen el talento, los valores y el trabajo son un estímulo para todos. Verlos, escucharlos y conversar con ellos deja un poso impagable para la sociedad. Sólo con que un estudiante hubiera definido su vocación después de escuchar a alguno de los premiados, la aventura ya valdría la pena. La diferencia es que, seguramente, lo han hecho con miles.

Los premios Princesa de Asturias hacen de nuestra región un lugar mejor. Más abierto, más culto, más plural, más humano y más alegre. Hay veces que las ciudades tienen un aroma distinto, y en los días que rodean a la entrega de galardones, Asturias es uno de esos lugares. Y todo viene de la herencia en vida que ha ido dejando, con el paso de los años, el trabajo de la Fundación. Es lógico que hasta las calles se queden para siempre con algo de Isaac Rabin y Yaser Arafat caminando juntos, de Mandela avanzando entre aplausos, de George Steiner hablando sobre la riqueza de los idiomas o de José Hierro repitiendo, por enésima vez, que lo que importan son los hechos y no las palabras. Uno, por los motivos que considere, puede no querer participar de este crecimiento intelectual común, pero negarlo y tratar de derribarlo es egoísta incluso con él mismo, ya que la ceguera les está privando de un plus vital. Esto no es una cuestión de ideologías, sino de valores, y los que promueve la Fundación se defienden solos, porque tienen a la gente detrás.