Eduardo Lagar

El palo que no ardió en el Infierno

A primera vista, el cuerpo de James Nachtwey parece un cuerpo humano normal al que le hayas quitado el 70% de agua que tienen todos los cuerpos humanos normales. En cierta manera, el drenaje parece coherente con la actividad profesional del portador: cuando te has pasado mucho tiempo asomándote a todos los infiernos que pueblan la tierra hay cosas que se te evaporan para siempre. Te curtes, que se dice.

Nachwey parece un palo que mira. La piel está hecha con corteza. Los ojos son muy pequeños y se mueven rápido tras los párpados espesos cuando tiene delante a unos cuantos fotógrafos retratándolo, como si él los estuviera retratando a la vez. Será un acto reflejo. Es imposible saber qué está pensando. No hay lenguaje corporal. Salvo los ojos buscadores, en la cara no se mueve ni un músculo. Ni uno solo. La boca, ancha, es una línea horizontal perfecta e inmóvil. Ni sonrisa ni desagrado. Es el punto muerto de la emoción. Quizá sea el uniforme laboral que gasta, una especie de traje ignífugo: esa debe ser la única postura emocional que permite seguir aprentando el disparador y no salir corriendo cuando se desatan ante tí los mil demonios.

Lo que menos encaja en Nachtwey es lo bien peinadín que va. Si fuera otro el que hubiera visto tanta mierda pasando delante de su cámara, seguro que iría tirándose de los pelos. Si es que no estaba calvo.

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