Una de las mejores formas de disfrutar el puente, para quienes vivimos en Madrid, es quedarse. No porque la ciudad esté más tranquila, que no lo está, sino porque acabamos convirtiéndonos en un turista más. Padecemos las enormes colas, las aglomeraciones y hasta los sablazos como todo hijo de visitante.

Si uno, además, es de provincias -o mejor, periférico- y reside en Madrid, goza de otro aliciente. Los que ya somos veteranos, sabemos que los puentes son la ocasión perfecta para tropezarse con los paisanos deambulando por la Gran Vía, tomando algo en el Viva Madrid o comiendo pollo en Casa Mingo. Vamos, que los de allí y los de aquí nos sentimos como si estuviéramos en casa, paseando por la calle Corrida o por el Campo San Francisco.

Debe de ser el síndrome de la embarazada o de la pierna escayolada. Ese, que según lo que le pase, uno tiene la sensación de que a su alrededor no hay más que mujeres encintas o cojos. Y si se es asturiano en Madrid, solo se ven asturianos por todas partes.

Este puente de los Difuntos me encontré con uno de los asturianos más ilustres, Plácido Arango. Bueno, no exactamente con él, sino con su legado. Y no precisamente porque fuera a comer a un Vips, cadena que fundó y ahora está en manos de la tristemente célebre financiera Goldman Sachs.

Me di de bruces con Arango en el centro mundial del arte y del turismo cultural: El Museo del Prado. Tratando de evitar otro síndrome, el de Stendhal en este caso, fui a lo concreto. Ya se sabe que el Prado es inabarcable, incluso en un puente largo. Me centré en la muestra de las cinco Inmaculadas, cuatro de ellas parte de la donación realizada el año pasado por el empresario y mecenas asturiano nacido en México.

No es casual que haya tantas Inmaculadas, ya que es un tema tratado de forma prolífica por los pintores españoles. Los artistas recogían así lo que era una seña de identidad en nuestra sociedad. Pese a no ser aún un dogma de fe, era imprescindible jurar por la defensa de la Inmaculada Concepción para trabajar en un ayuntamiento o para pertenecer a un colegio profesional. Vamos, como ahora la Constitución.

Estas obras -de Zurbarán, Valdés Leal, y Mateo Cerezo- resultan imprescindibles para entender la pintura española del XVII y en concreto el Barroco, como muy bien explica Javier Portús, responsable del Prado para la pintura española hasta el 1700.

Ya sólo esta 'presentación espacial', así la llama el museo, bien vale un puente. Pero, ya que estamos, comprobamos que el Museo no sería el mismo sin la labor de Plácido Arango. Fue presidente del Patronato durante cinco años, entre 2007 y 2012, pero lleva mucho más tiempo trabajando para la pinacoteca. Ya en 1985, fue decisivo en la restauración de Las Meninas.

Es un lujo haber sido testigo del renacer de la obra más emblemática de nuestro arte, con sus colores naturales, sus detalles y su esplendor por fin a la vista. Quien ve hoy el cuadro lo admira y sabe que es así, y ya está. Los que lo conocimos sumido en la oscuridad, aún nos estremecemos y nos emocionamos al recordar el antes y el después de la obra cumbre de Velázqez.

Dicen que, a sus 85 años, Plácido Arango permanece enclaustrado en su casa del pueblo de Valdemorillo, junto a su actual mujer, la gran escultora Cristina Iglesias, y su colección de arte. Dicen que el dueño de una de las mayores fortunas del mundo apenas sale y que no se deja ver. A mí me pareció verlo este puente en el Prado.