Querido Mariano:

Miro la fotografía. Estamos en "La mar del medio", en Oviedo. Es el 19 de marzo de 1999. Me acuerdo porque ese día a Félix Grande y a mí nos comunicaron que José Agustín Goytisolo se había elevado a los cielos. Déjame recordarte. De izquierda a derecha estamos el fotógrafo Paco García, que cedió su cámara a Mauro Blanco para retratarnos; un servidor; Francisco García Pérez, al que se le adivina por la presencia de Paz, su mujer; Fernanda, la mujer de Labra; Pepe Monteserín; los mencionados Ricardo Labra y Paz; Félix Grande, tú y Cristina Fernández Cubas. Pero tú y yo ya nos habíamos conocido años antes, Miguel Munárriz mediante, con motivo del llamamiento de Javier Bauluz para socorrer a las gentes que padecían la guerra de Bosnia-Herzegovina. Te involucraste como en tantas otras causas y, junto con Munárriz y conmigo reunimos a más de cuarenta autores. Luego, Roberto Quiroga y yo te entrevistamos en la radio y a partir de ahí, entre libros y paseos, bosques y montañas, fuimos viviendo los años. Pasaron las fotografías, la literatura, los enamoramientos y ese despacho tuyo que parecía un enclave más de la "rive gauche" parisina. También esos viajes repentinos a la búsqueda de conocimientos para desenmascarar tanta apocalipsis que sólo servía "para aterrorizar a sus contemporáneos con la idea del fin del mundo", como bien escribías en el epílogo a la que considero tu obra más acabada, "Il Finimondo", una narración corta pero de extensa longitud humanística.

Un día, tras haber leído este relato en el que aunaste filosofía y literatura con una exquisita mirada de fotógrafo que contempla el mundo, me hablaste cerca de Santa María del Naranco de la catedral de Orvieto, de esa Capilla de san Brizio y de todos sus significados. Hablamos de la calidad de aquellos frescos de Luca Signorelli, de los trazos y colores, de su precisión para dar vida a aquellos seres de luz sobrecogedora. Y también de cómo te encontraste con esa lámina que reproduce ese fresco de Signorelli en el que se aprecia al filósofo Empédocles asomado por el óculo de una bóveda observando Il Finimondo. Signorelli, te recuerdo, recibió la noticia de la muerte de su joven primogénito y a pesar de estar abatido por el dolor, lo retrató ya muerto con el fin de guardar en su memoria lo que la Europa de la peste le había arrebatado para siempre. Ahora recuerdo aquel mecanismo de la física que aplicaste a tu relato y que en la técnica fotográfica produce el llamado efecto polarizador. Así lograste que el protagonista Galvanus, al mirar ese fresco de Signorelli, viese cómo Empédocles cobraba vida, salía del óculo situado a quince metros de altura y le sonreía justo antes de que Galvanus sufriera esa experiencia apocalíptica: es entonces cuando ve la Historia, la Filosofía, la Poesía, el Cosmos, la Guerra y la Muerte. Como bien decías, ni siquiera las "palabras de Platón o Aristóteles, ni las del mismo Empédocles o el Dante de la Divina Comedia" lograrán sosegar a Galvanus.

Vuelvo a la fotografía. Veo en tus ojos la mirada del escritor que ha sabido superarse, a la manera de Samuel Beckett. Un escritor que ha encontrado alguna pregunta esencial, de esas que no necesitan respuesta. El cenicero repleto de colillas: parecen gusanos a la espera de devorar las palabras y obrar el silencio eterno. Miramos todos al objetivo, congelados en la redoma del tiempo y, de repente, desapareces. Sé que no te has ido, que has usado un nuevo truco fotográfico para dejarnos con un temblor en el relato de tu propia vida. Así que, como hiciera Signorelli al retratar a su hijo, yo conservaré esta foto para recordarte y sé que tú, al igual que Empédocles a Galvanus, me sonreirás desde el óculo de tus libros. Que los Campos Elíseos sean de tu agrado.