Antonio Ferrandis está en casa de José Bódalo. Un ambiente caldeado, tranquilo, dos amigos se reencuentran al cabo de cientos de años, Gijón se arrima al sueño y en el ambiente se desangra con suavidad una nostalgia cordial pero implacable, esa sensación de tiempo en fuga que sirve para ensamblar los sentimientos de dos seres que no por alejados dejaron de sentirse siempre próximos. Tras una charla intrascendente, aunque trascendental, Ferrandis saca los papeles médicos que certifican su final próximo (meses, muy pocos meses, suspiros nada más) y se los da a su amigo.

Bódalo se levanta, se acerca a su mesa, los lee. Cuando vuelve a sentarse, todo ha cambiado. La nostalgia se ha escarchado de tristeza, empieza a hervir el dolor en la mirada de Bódalo al enfrentarse a su amigo moribundo. No sé cuánto duran esos momentos, nunca he cronometrado ese cruce de miradas entre Ferrandis (sereno, fatalista, ¿casi aliviado?) y Bódalo (abrumado, desconcertado, herido) pero su fuerza se conserva intacta 25 años después y estalla en esas últimas palabras de Bódalo (uno de los mejores actores españoles de todos los tiempos) que bordean el llanto por un amigo: «Lo siento. Lo siento mucho».