«De zee» (pronúnciese sei) es un mar de sal gélido donde los peces se mueren de frío. No hay en el mundo un mar como el del Norte, tan denso de miedo, hinchado de agua e inmenso de magia. En Flandes las playas se parecen a las líneas de las manos, como si estuviesen inventadas por una naturaleza que prescinde del hombre y de la técnica, son paisajes para quienes están dispuestos a olvidarse de las montañas, los lagos, el agua verde estancada y sólo aman el mar, con el intenso amor del marinero en tierra que tiene miedo de embarcarse.

Hablemos de Flandes, sus playas y sus dunas. En agosto de 1933, Albert Einstein estaba sentado en la terraza del restaurante Le Coeur Volant, de la estación balnearia de De Haan, en francés Le Coq-sur-Mer, en compañía de James Ensor. El pintor le hablaba al físico del mar. Le decía que en él buscaba la consolación a las desilusiones que encontraba en los hombres. Ensor era un redomado misógino y creía, también, que la humanidad estaba representada por un conjunto de seres zafios. El autor de la teoría de la relatividad asentía, contándole a Ensor que lo que más le inspiraba del mar del Norte era su extensión y que en De Haan, donde se refugió un verano antes de regresar a Estados Unidos, después de que las SA registrasen su casa de Berlín, aprovechaba el tiempo para dar largos paseos por las proximidades de las dunas. El artista le recordó cómo le gustaría que le enterrasen en Mariakerke, cerca de la pequeña iglesia de Nuestra Señora de las Dunas, venerada por los pescadores, que él, junto con otros artistas, había contribuido a salvar de la destrucción en 1890. Ensor nació y murió en Ostende, donde pasó su vida.

Stefan Zweig estuvo por allí, asistiendo a la muerte de Europa: el mundo de ayer que tanto había idealizado. Cuando yo fui ya no era ni una sombra de su pasado. El Ostende que vi no tenía nada del lugar de moda de finales del siglo XIX, del antiguo balneario de la realeza y tampoco del puerto donde desembarcaban los espías aliados. El mar del Norte se retiraba todas las madrugadas dejando huellas de gigante sobre la arena de la playa y horas después llegaban hasta sus orillas los turistas ingleses para comer cucuruchos de gambas y mejillones. José Luis de Juan lo describe perfectamente en su libro Campos de Flandes. Efectivamente, el Visserkaai, muelle de los pescadores de Ostende, es una babel de ferris y restaurantes; de ingleses despistados que echan un vistazo a esta puerta alegre del continente antes de cargar chocolates y licores para el viaje de regreso. La ciudad está llena de chocolaterías, e Inglaterra aguarda al otro lado, envuelta en brumas, perdida y misteriosa tras la inmensidad del mar.

Cerca del paseo marítimo, vivió escondido James Ensor, aislado de las corrientes artísticas de su tiempo y rodeado de caracolas, conchas marinas y máscaras. Ensor fue un pintor extraordinario y turbulento. Sus fuentes de inspiración, la muerte, el Carnaval y el mar, proporcionaron contenido a sus cuadros de masas. En Los bañistas de Ostende, un óleo sobre madera en tiza negra y lápices de colores, recrea de manera satírica y jovial un día en la playa: dos docenas de mirones y un centenar de personajes, muchos de ellos con el culo al aire, cabalgando sobre las olas. Lo grotesco casi siempre figura en el primer plano de su obra.

Como recuerda De Juan, Ensor pintó hacia 1887 un grupo de estáticas figuras que se recortan contra un fondo marino de Turner. «Se diría una escena costumbrista de Brueghel o de Teniers y, sin embargo, hay algo extraño, algo monstruoso en esos personajes vestidos para la juerga. La rigidez de clase les impide salir de sí mismos. No están alegres ni ebrios, ni siquiera agitados como los campesinos de Brueghel y El Bosco: están muertos. Ensor certificaba la defunción de la sociedad que frecuentaba las playas de Ostende, pero, además, prefiguraba la estúpida sangría a la que personajes como ellos estaban llevando a Europa sin darse cuenta: la «Gran Guerra».

El casino; el Kursaal; la promenade Albert I; el Bloemenuurkwek, con su reloj de flores; el viejo hotel de las Termas, todo esto y lo que el viento o los bombardeos de las dos grandes guerras se llevaron, representan ese Ostende del mundo de ayer. Apenas nada, en el de hoy, salvo la fachada sombría del viejo hotel, con sus columnas que evocan fantasmas del pasado. Una melancolía que, en último caso, debería acompañarse de lecturas adecuadas para los otoños de las almas. Mann, Pavese, otros... Después, lo mejor es seguir las rachas de aire que sacuden la memoria por la costa de Flandes, 65 kilómetros de playas desiertas cubiertas de historia y poesía de Joseph Brodsky, Hugo Claus o Jacques Brel.

Zeebrugge está comunicada con la ciudad de Brujas por el canal Balduino. Se trata de un centro de vacaciones menos masificado que Ostende: una pequeña ciudad moderna sin grandes atractivos ni el eco de la historia, pero un buen lugar para comer pescado ahumado y platos rebosantes de conchas. En De Haan, además de la estancia breve de Einstein, veranearon Zweig y el poeta Emil Verhaeren, autor de Toute la Flandre. Escribe De Juan: «Por mucho que lo intento, no puedo imaginarme a esos dos caballeros que huyen del sol. En cambio, no me cuesta mucho ver a Jacques Tati intentando abrir un sombrilla contra el viento, o al Capitán Haddock bebiendo whisky en una de esas terrazas de De Haan mientras masculla canciones marineras».

A estas alturas, cuesta imaginárselo casi todo de todo aquello.