Lo dice Sabina y es difícil decirlo mejor: José Tomás «saca de quicio». Siempre. Y sacó de quicio en Barcelona el día 5, cuando se encerró con seis toros. Fuera de quicio y rotos de emoción dejó a los que saben que es único y lo adoran. Fuera de quicio y enfurecidos, a los que no digieren que este hombre esté hecho de la pasta de los dioses, los que no digieren su naturalidad y su valor.

Tinta corre siempre sobre los genios. Y corre estos días sobre el maestro de Galapagar y tiene al mundo taurino enzarzado en batalla. Entre tanto «ruido» mediático temo agraviar a las grandes plumas que cuentan que una legión de lobotomizados, enloquecidos, irracionales, palmeros y sectarios acudió a la Monumental con el pescado vendido, enfervorizados hasta la locura y hasta la ceguera, dispuestos a aplaudir al torero hiciera lo que hiciese.

Quizá tengan razón. Temo agraviarlos porque sé que cuando José Tomás se echa el capote a la espalda y el toro va y la plaza enmudece y el tiempo se para, las voces del antitaurinismo, de los comentaristas de medio pelo y de los simplemente morbosos dejan de oírse. En Barcelona él despejó las dudas recordándonos que lo suyo es toreo y algo más, que su naturalidad en la cara del toro tiene el misterio de los elegidos, que se deja ir por los cuatro costados y por todos sus poros improvisando cada milimétrico detalle. Siempre al límite. Hay que ser de una pasta extraña para no rendirse ante la grandeza.

Y los llaman «tomasistas» y etiquetan bien a esas 19.000 almas enamoradas del toreo del madrileño, que, como en tantas tardes catalanas, el domingo 5 volvió a ser Josep Tomás. Pero están tan locos por el enjuto torero como otros lo estuvieron por Ordóñez, Antoñete o El Viti, hace unas décadas, tan locos que pueden recordar durante años una eterna verónica de Morante de la Puebla, tan locos porque comparten la pasión de la belleza que es locura de amor o no es. Y en él, es siempre.

Barcelona esperaba a su Josep Tomás. Y allí estuvo el delicado, el valeroso, incluso el temerario, nunca el suicida, estuvo el de la cabeza fría y el corazón al rojo, estuvo el que dice que «vivir sin torear no es vivir», el de siempre y el nuevo cada tarde, con un repertorio riquísimo, rezumando madurez y sabiduría, y a la vez en el sitio del todo o nada. Cargado de valor, de sacrificio, el Tomás poderoso, el que se metió en el canasto al imposible segundo persuadiéndolo como a una colegiala, el de «sangre, sudor y lágrimas» -sin cornadas, pero magullado y exhausto como un Quijote tras un duelo-. Y también el que seduce a los más fríos, a los más entendidos, a los más perfeccionistas. Y estaba el de la responsabilidad, el que no se enmienda, el que tras un terrible revolcón muerde la arena y se levanta aún más bravo para decirle al toro: «Sigo aquí y esta batalla la vamos a ganar juntos». Y estaba el eccehomo -porque Tomás es un hombre-, que sonreía tímido, agotando sus fuerzas en cada vuelta al ruedo, con el rostro de un blanco cadavérico, doliente, sereno, frágil, diminuto, pero con el ánimo hinchado de ganas de apretar chicuelinas imposibles, manoletinas que quitaron el aliento y naturales, tantos naturales. Belleza al límite. Con ganas de traer a Barcelona toreo antiguo, de hincar rodilla en tierra, de vaciarse, de sentarse en el estribo y comenzar una faena de sabor rancio y solera.

Claro que la reventa estaba por las nubes, que no cabía un alfiler, que el toro se lo echó a los lomos, que no todo fue perfecto. Claro. Y que el público estaba entregado, porque al toreo, como al amor, hay que ir sin reservas. Con la cabeza tan fría como se quiera, pero abierta y entregada. La belleza, como toda bendición, es gratis, sólo hay que saber recibirla. Los que no pueden o no quieren rendirse simplemente se quedan sin ella, pataleando, enfurecidos, locos de rabia camuflada de pesados argumentos que rezuman ignorancia y dureza de espíritu.

Lo de Barcelona era un regalo. Todos lo sabíamos, y a eso fuimos, a recibirlo agradecidos y entregados. Los que iban dispuestos a desmenuzar la grandeza, desbrozando la suma de detalles que crean la magia, dicen que no logró la gran faena, dicen que las musas no estaban -yo creo que le acompañan siempre-. Pero el toreo imposible que el maestro hace tan fácil necesita otra vara de medir. ¿Quién se atreve a contar con cronómetro los segundos de un natural eterno que ha de medirse con el corazón parado? La tarde de Barcelona fue en sí misma una faena perfecta.

Y se quejan de que José Tomás no habla. Y tienen razón. No habla la lengua del parloteo, sino la del silencio. El torero, mudo en la calle, habla en el ruedo. Y ¡vaya si habla! Sólo anunciarse con seis toros prometía que iba a hacer lo de siempre como nunca. Y estuvo como siempre y como nunca. Sentado en el estribo habló del pasado, resucitó a los muertos que antes que él lo hicieron y con los trapos explicó el insondable misterio de la vida y de la muerte, de la extrema belleza. ¡Claro que Barcelona estaba entregada a José Tomás! ¿Lo dudaban?