Llanes, Ramón DÍAZ

Playas de finísima arena blanca, acantilados apabullantes, intrincadas cuevas submarinas, excelentes zonas de pesca, prados que verdean hasta en agosto, islotes con las formas más caprichosas, unas vistas imponentes hacia cualquiera de los cuatro puntos cardinales y hasta el perfil de Cristo. Después del cielo, Borizu. Lo tiene todo. La península de Celorio (Llanes), uno de los lugares más hermosos del Cantábrico, es la bella desconocida, la perla del edén. Un paraje de leyenda, escenario de novelas, plató cinematográfico y refugio secreto de sus sucesivos propietarios, que acrecentó el mito del bandolero Bernabé Ruenes Santoveña, «Nabé», ya que allí secuestró a un chaval, en una de sus correrías más sonadas.

La historia de Borizu comienza, precisamente, con el padre del secuestrado. El farmacéutico gijonés Tomás Vázquez-Azpiri, casado con la celoriana Manuela Alonso-Fueyo, supo ver en Borizu algo más que un puzzle de diminutas fincas de labor. Así que empezó a comprar, sin discutir demasiado el precio, las pequeñas parcelas de la península a los vecinos, hasta convertirlas en una sola, enorme. La llamó «Montemar». Un sueño, un paraíso, su capricho. Allí construyó una casa. Sin cableado eléctrico, el edificio, aún en pie, aunque en ruinas, se alumbraba gracias a una hélice que, movida por el viento, generaba corriente. Vázquez-Azpiri se pasaba las horas paseando por sus dominios. Era feliz en Borizu.

Hasta que, una tarde de domingo, en la dura posguerra, se cruzó en su camino Nabé, el bandolero más famoso de la comarca. Un grupo de jóvenes que jugaba al fútbol en la playa de Troenzo vio a una pareja que avanzaba del brazo hacia la península de Borizu. Nadie se extrañó, ya que la finca era lugar habitual de paseo de parejas y pandillas de amigos. Al cabo de unas horas se supo que el hijo del dueño de Borizu, un joven llamado Héctor, había sido secuestrado por dos hombres, uno de ellos vestido de mujer. Era uno de los disfraces habituales del célebre maquis Bernabé.

Nadie sabe a ciencia cierta si fueron veinte mil o treinta mil los duros que exigió Nabé por el rescate. Una auténtica fortuna en aquellos tiempos de penuria, que el boticario pagó sin rechistar por ver de nuevo vivo a su vástago. Un celoriano llevó el dinero, en bicicleta, hasta la zona de El Mazucu, en las estribaciones de la sierra del Cuera. Como Nabé había exigido, llevaba el hombre un pañuelo amarrado en la cabeza y una pernera arremangada. Cumplió el farmacéutico y cumplió Nabé: el chaval fue liberado y, con el tiempo, se convirtió en novelista.

Héctor Vázquez-Azpiri relataría unos años más tarde aquella terrible experiencia en su primera novela, «Víbora», con la que llegó a ser finalista del premio Nadal en 1955. José Ramón Gómez Fouz también relató aquella correría en su libro «Bernabé, historia de un mito».

Ya en la segunda mitad del siglo pasado, el farmacéutico vendió Borizu al empresario catalán Luis Prat, quien anexionó el resto de las fincas de la península celoriana, hasta sumar exactamente nueve hectáreas menos veinte centiáreas de terreno.

Prat, dueño de una empresa de importación de coches de lujo, con sedes en México y Gijón, quedó prendado de Borizu. Fue un flechazo, amor a primera vista. Pero quería la península sólo para él, así que cerró la finca, lo que provocó encendidas protestas en Celorio, ya que los vecinos solían pasear y pescar libremente en esa zona. Su soberbio y envidiado Mercedes-Benz fue apedreado por varios lugareños. El asunto se resolvió con cuatro juicios en Oviedo. Prat los ganó todos.

El catalán, casado en Ribadesella, utilizó toda su influencia social y política, pero la casa de Borizu, construida en precario, nunca obtuvo la bendición definitiva por parte de la Administración. Prat intentó evitar el paso de extraños y compró varios perros de ataque. Las mordeduras y los correspondientes juicios fueron habituales durante años.

Al final, en los años ochenta, Prat vendió Borizu al banquero asturiano Pedro Masaveu Patterson, quien allí se olvidaba del agotador mundo financiero. Viajó a Celorio muchas veces de incógnito. Era su refugio, su válvula de escape, el lugar en el que hallaba la paz y el sosiego.

La familia de Pedro Masaveu, fallecido en 1993, vendió Borizu hace seis años a un empresario ovetense, que prefiere permanecer en el anonimato.