Incursión rápida hacia Toro para acompañar a unos amigos que van a comprar vino y surtir la bodega de cara a las invasiones familiares del verano y a las visitas de amigos, allegados y pelmazos. Un vino del año, ligero, fresco, grato al paladar y (muy importante) a buen precio es un factor coadyuvante en el bienestar general.

Durante el viaje, uno de los de la compañía me ilustra sobre la importancia de contar con una buena reserva de vino sin sangrar demasiado la economía propia. «Si sacas de inicio las mejores botellas», me comenta, «la tropa se las bebe rápidamente mientras parlotea y no es capaz de apreciar su calidad ni el esfuerzo que te ha costado servírselas. Y, luego, si no les das más de lo mismo hasta saciarse, te critican la escasez. Yo, en cambio, procuro dar una idea de abundancia sin más límite que la precaución que impone la Guardia Civil de Tráfico a los que se van de vuelta a su casa con unas copas de más. ¡Ah!, y siempre cuido la presentación. El vino lo paso del cartón a la jarra de vidrio y lo sirvo bien fresco porque una temperatura adecuada tapa cualquier imperfección. Hay que tomar buena nota de lo que hizo Jesucristo en la boda de Caná cuando hizo el milagro de convertir el agua en vino de una superior calidad al que habían servido a los invitados de inicio. Hay quien dice que el milagro fue sacar el reserva al final y quien interpreta que el verdadero milagro fue sacar un vino ligero, como el que vamos a comprar hoy, cuando ya los invitados estaban medio borrachos y tenían la lengua acartonada».

Como no tengo demasiados conocimientos en la materia (lo que ahora se llama «cultura del vino»), le pregunto si las características de los caldos de Toro son las adecuados para esa función. Yo tuve siempre la idea de que eran de superior graduación a los de otras denominaciones, y más fuertes. De hecho, siempre le oí decir a una tía abuela mía, Constancia Pomposa Rico Rivas, que, siendo niña, su padre, registrador de la propiedad en Zamora, le daba por las noches, antes de irse a la cama, un vasito de vino de Toro y una mantecada. A modo terapéutico, y para combatir el frío castellano. Y no debió de ser malo el tratamiento, porque mi tía abuela Constancia Pomposa (antes a la gente la bautizaban con el nombre del santo que tocaba el día del nacimiento) llegó a cumplir los 94 años en plenas facultades mentales. El interlocutor me aclara que esa fama de reciedumbre ya es leyenda. La elaboración de los vinos ha experimentado una enorme mejoría y los caldos de esa comarca compiten en finura con cualesquiera otros.

La cosa resultó cierta y, al atardecer, pudimos comprobarlo con suficiencia en las tabernas que abren sus puertas al público entre la Torre del Reloj y la Colegiata. Toro es un destino agradable para cualquiera que pretenda compaginar la cata de historia y de arte con la cata de vino. Y la vista sobre el Duero, de las más bonitas de aquella Zamora que formaba parte de León, según nos enseñaron en el bachillerato de entonces.