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Comidas y bebidas

El bacalao viajero y el vino del mastín

Un plato de skrei.

La natación a través de millas y millas fortalece al bacalao. Cada ejemplar de skrei es un pez elegante de carne magra, blanca y delicada. Es, sin dudarlo, el mejor viajero entre los viajeros. Crece en los bancos de alimentación del mar de Barents y desde allí se desplaza a las aguas próximas al pequeño archipiélago de las Lofoten, donde desovará, en busca de pareja. Es ese viaje por la cima del mundo lo que le convierte en skrei, que en noruego, tengo entendido, viene a significar nómada.

Para los pescadores escandinavos no existe una presa más codiciada. Desde la costa zarpan a desafiar, en medio de la oscuridad, las gélidas corrientes del mar de Barents. En estas duras condiciones, la cacería se convierte en una misión para audaces donde el respeto por las capturas y el arrojo de los marineros viajan como un solo credo a bordo de los barcos, probablemente desde la época de los antiguos vikingos. No hay pez que caracterice tanto a un país, como ocurre con el skrei en el caso de Noruega.

La temporada para llevarlo al plato es entre enero y abril. Y como quiera que el 14 de febrero casi coincide con el ecuador de las capturas, el bacalao skrei recibe también la denominación de pez de San Valentín. A la hora de comercializarlo, desde España, siempre tan al cabo de las ocurrencias, a alguien le ha dado por llamarlo "el pata negra de los bacalaos".

El pescado, por lo general, es un producto omnipresente en la dieta de los noruegos. Ello concierne también al desayuno. Si los daneses se inclinan preferentemente por los arenques, en Noruega los reyes de las mesa son el salmón, criado de modo intensivo en los fiordos, y el bacalao fresco, seguidos bastante más de lejos por la trucha. Para acompañarlos se recurre con frecuencia a las cremas de rábano picante y a las salsas de mostaza. Dos de los mejores skrei que comí en mi vida eran, el primero, con una mostaza aliviada por la mantequilla y el perejil rallado, y, el segundo, con una especie de juliana de cebollas moradas y aceitunas negras, acompañado de una guarnición casi etérea de remolacha. Otra forma de comer los lomos de este excepcional y asequible pescado es en una simple salsa verde, ya saben unos ajos laminados, aceite, perejil, agua de la cocción de las partes menos nobles del pez, y un chorro generoso de vino blanco, puede ser chacolí.

Un vino singular. Pago los Balancines es una bodega que encarna apuesta y atrevimiento. Nació en 2006 fruto de la pasión vitivinícola de Pedro Mercado, un profesional madrileño que recorrió el viñedo español hasta dar con una finca en Oliva de Mérida (Badajoz), cerca de la raya portuguesa. El proyecto tardó unos años en arrancar pero merece la pena haber esperado para poder beber un vino como este Haragán 2014, lleno de sugerencias y con un gran futuro. La tinta roriz portuguesa comparte botella al cincuenta por ciento con la garnacha tintorera local: una mezcla explosiva.

Viñedo viejo, vientos atlánticos, la bodega ha depositado grandes esperanzas en un vino muy especial, con una carga equilibrada de fruta roja y negra, aromas especiados de pimienta, jaras y retamas. Redondo, carnoso, opulento y largo tiene todavía mucho camino por delante. La historia de su nombre, Haragán, es la de un mastín de la tierra con la que los productores de este vino tan especial comenzaron un trabajo de recuperación de la raza. El precio de la botella, 18 euros.

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