Gijón, J. M.

Ya alejados, la historia separaría definitivamente en el verano de 1936 al teniente coronel Juan Yagüe Blanco (Soria, 1892-Burgos, 1952) del general Eduardo López Ochoa (Barcelona, 1877-Madrid, 1936). El primero, falangista y compañero de Franco en su formación militar y en batallas africanistas, se iba a sublevar en Ceuta el 17 de julio de 1936. Un mes después, el general, masón y republicano convencido, iba a ser arrancado de la cama de un hospital madrileño camino del fusilamiento y del escarnio de su cadáver.

Yagüe cruzó el Estrecho, contribuyó a afianzar la rebelión en Sevilla, avanzó sobre Extremadura y se le atribuyó una feroz represión en Badajoz. Unas 4.000 personas fueron ejecutadas. «La página negra de mi padre es Badajoz, pero no era un sanguinario», dice hoy su hija María EugeniaYagüe, que custodia en Burgos el archivo de su padre. Tras la contienda, Franco le nombra ministro del Aire, pero es destituido y desterrado en su pueblo natal por darle unas palmadas en la espalda al embajador de EE UU y decirle: «Los alemanes están machacando a los ingleses, ¿eh?». Otras versiones dicen que Franco lo aparta porque conspiraba contra él. En 1942, Yagüe es rehabilitado por Franco. Muere de cáncer de pulmón en la Capitanía General de Burgos. «Unos meses antes, ya muy enfermo, una tarde de julio, a las cinco, pide a su mujer una maquinilla y se afeita; esperaba que ese día Franco pasase a visitarle, pero no lo hizo», rememora María Eugenia Yagüe.

Del trágico final de López Ochoa existen crónicas. Ramón Serrano Suñer cuenta en sus memorias que el general estaba «procesado por excesos en la represión del movimiento de Asturias», e ingresado por enfermedad en el «hospital militar de Carabanchel» -hoy Gómez Ulla-. Por su parte, Mariano Rodríguez de Rivas, historiador y periodista, relató en la revista «Vértice» los momentos finales de Ochoa, el 17 de agosto de 1936. Milicianos de CNT y FAI entran en su habitación y le sacan vestido con «un pijama de seda azul y calzado con zapatillas». Una mujer de la limpieza le sigue y le dice: «¡Verás: primero a las piernas, primero a las piernas!». Una multitud espera su salida, y cuando es colocado frente a una tapia, grita el gentío: «¡No lo vemos bien!». Le llevan entonces al Cerrillo de Almodóvar. El pelotón -«cincuenta y tantos hombres armados de Mauser, y una mujer con pistola»- descarga, y, ya muerto, «un muchacho joven corta a machetazos su cabeza y la coloca en el machete del fusil». Sube a la capota de un coche y grita: «¡Así acaban los traidores al pueblo!». Después, «con una navaja le cortó las orejas y se las dio a los muchachos que estaban a su lado».

La paradoja de López Ochoa fue que, pese a pretender que la represión de la Revolución de 1934 fuera lo menos cruenta posible -así se lo había pedido el presidente Alcalá Zamora-, murió considerado como «el verdugo de Asturias». Su bisnieta, la doctora Elena Ochoa, esposa del arquitecto Norman Foster, se revolvió en su día contra ello: «¿Acaso no fueron verdugos aquellos que cortaron la cabeza de mi bisabuelo en el hospital de Carabanchel y pasearon su cabeza clavada en un palo por las calles de Madrid, haciendo mofa y escupiéndole? ¿No son verdugos aquellos que, no contentos con cortarle la cabeza, escupir sobre sus restos, insultar y mofarse de su cabeza pinchada en un palo, vejan su tumba en varias ocasiones?».