Oviedo, J. MORÁN

Paloma Castillo (Madrid, 1937) relata en esta segunda parte de «Memorias» su trabajo y vida junto al asturiano Blas Aznar, su marido y catedrático de Medicina Legal.

l Autopsia de Calvo Sotelo. «Blas fue el forense que le hizo la autopsia a Calvo Sotelo, al que asesinaron poco antes de la guerra civil y lo tiraron a la puerta del cementerio. Blas hizo la identificación, porque no se sabía de quién era aquel cuerpo, aunque se suponía. Él estaba entonces en Atocha, sustituyendo como secretario del Hospital San Carlos a Negrín, que se había dedicado a la política. A Blas le tocaron todas las tragedias de la guerra y siempre me he preguntado cómo podía tener tan buen carácter después de haber vivido todo aquello. Hay una tesis doctoral sobre su vida y obra, y llegó a presentar ante los tribunales 18.000 casos. En serie televisiva CSI salen esas señoritas tan divinas que no tocan nada, hacen así y se ve todo claro y sale el asesino. Pero antes había que estar horas y horas, inventándose cómo diluir un líquido o cómo realizar los procedimientos. Blas fue también profesor de la Escuela de Oficiales de la Guardia Civil; enseñaba Criminología y puso las bases de lo que hoy es la Policía Científica. Ya cuando íbamos a casarnos, en 1968, él se notaba agobiado porque le llegaban todos los crímenes, todas las historias y además tenía las clases. "Nos vamos a Salamanca", me dijo. Claro, renunciar a Madrid?, nadie hace eso porque todo el mundo estaba para irse a Madrid. El profesor Piga estaba de catedrático en Salamanca y queda libre la plaza. Los años de Salamanca fueron maravillosos. Nuestro noviazgo había sido a escondidas de mi padre, porque mi madre ya sabía algo y estaba aterrorizada. "Yo a tu padre no se lo digo, y como tu padre sepa que yo sé algo se arma". Mi padre no tenía ni idea; conocía a Blas, que era mayor que yo, pero no sabía más».

l «Licenciada Castillo». «Después de terminar la carrera y hasta que nos fuimos a Salamanca yo estuve trabajando en el Hospital Clínico Universitario de Madrid, construyendo lo que queríamos que fuera: un hospital moderno. Por cierto, el pionero entonces era el Hospital General de Asturias, el mejor de España y para nosotros era el modelo. El Clínico de Madrid era entonces un horror. Cada catedrático tenía su reino de Taifas, tenía su radiólogo, su analista, su dermatólogo? Aquello era un desajuste insostenible y además se pagaba poco a los profesores y a todo el mundo en general. Entonces llega el ministro Villar Palasí y resulta que le dan mucho dinero y promete a los catedráticos que va a haber unos sueldos importantes. Siempre recuerdo aquel discurso: "Ustedes, los catedráticos, van a cobrar más que un profesor norteamericano". Y era verdad, porque eran 60.000 pesetas las que se ofrecían a los catedráticos que tenían "camas" (actividad clínica). Otras áreas, como Medicina Legal o Anatomía eran sólo de docencia sin camas. Y yo tenía entonces un sueldo de 500 pesetas. Los catedráticos tenían sus adjuntos y a nosotros, gente que trabajábamos y teníamos una vocación docente y nos gustaba la Universidad. Pero al llegar las nuevas remuneraciones los catedráticos descubren que era la panacea y quieren a su hijo, a su tío y a su tal en el hospital, y todos los demás a la calle. Pero nanay: había gente allí que se iba casi a jubilar y que había trabajado por dos pesetas toda la vida y no se podía consentir. Creamos una delegación de médicos otros dos chicos (José Arizcun Pineda, padre de la Neonatología en España, y Aldama, ginecólogo) y yo, lo cual era enfrentarse a aquellos catedráticos, muchos de ellos amigos de mi padre. Me acuerdo de uno que me dijo: "La licenciada Castillo" (era un poco insultante, porque siempre te llamaban doctor), "puede decirle a su padre que le niego rotundamente el saludo". Se lo conté a mi padre, y respondió: "Dile que ya vendrá por aquí y que le haré una radiografía un día de estos". La lucha fue muy dura. Estaba Martín Lagos de director del Clínico y el profesor Botella, otro gran maestro de los de entonces, era el rector. Tomaron conciencia del problema y abandonando a los catedráticos dijeron que iba a sacar adelante la causa del hospital. Y tenían que contar también con los tres mochuelos que éramos nosotros. Me acuerdo de escucharle al profesor Botella decir: "Si yo cuelgo un día a un catedrático, esto se arregla". Total, que lo conseguimos y al final se hizo un hospital con estructura moderna».

l Universidad elegante. «Esto fue hacia 1968 y yo daba clases y al mismo tiempo hacía mi trabajo en el laboratorio central, porque había hecho la especialidad de análisis clínicos. Pero como ya conocía a Blas e íbamos trazando nuestro camino, tuve que hacer una tesina para el traslado de hospital. Blas me necesitaba en la cátedra, pero quiso respetar al adjunto que ya estaba en ella (no voy a decir su nombre), que fue su mano derecha. Yo entré de alumnita interna en la cátedra, mientras Blas comenzaba a desarrollar el departamento, que no lo había. En Salamanca se decía que el mejor monumento de la ciudad era el cartel que pone: Madrid a 200 kilómetros y se daba lo que se llamaba el guadalajarismo, dar una clase y largarse el resto de la semana. Blas decide quedarse y vivimos unos años fantásticos. Había una vida universitaria muy elegante, que en Madrid no existía, y con mucha conexión entre las facultades. Me quedé con él en el departamento, como ayudante, aunque un tiempo estuve como encargada de cátedra».

l Buscando pruebas. «Y surgió un gran problema. Al organizar el departamento, hubo que crear la biblioteca de Medicina Legal y se iban pidiendo los libros. Era verano y Blas se tenía que operar de un cálculo que le había visto mi padre. Llego a ponerse gravísimo, porque era un cabezota y los médicos son los peores enfermos. No quería operarse y decía que "si me muero, que sea en Muros", donde tenía una propiedad que había heredado de su tío Gerardo. Blas estaba cada vez peor, con unos cólicos terribles y vino a vernos un amigo de mi padre y de Blas, Camón Aznar, el crítico de arte y cuya mujer era asturiana. No sé qué hablaron, pero después me dijo que nos íbamos a Madrid. Llegamos con urgencia; le operó un alumno suyo, Enrique Moreno (que fue premio «Príncipe de Asturias»), y salió un pedrusco que le podía haber matado. Cuando volvemos a Salamanca ya en septiembre nos llama el decano. "Blas, esto hay que aclararlo: aquí hay una biblioteca de 200 libros que han sido entregados y no aparecen". Era mucho dinero, porque los libros de fotografía forense eran muy caros. Blas habló con el adjunto y dijo que no sabía nada. Confiaban en la palabra de Blas, pero había que demostrar que no se había quedado con ellos. Fue un disgusto horrible. Volvió a hablar con el adjunto y nos fuimos a casa. Al día siguiente, que era sábado, me dijo: "Vamos a la Universidad". Entramos y estaban tirados en el suelo. Vi la cara de indignación de Blas. ¿Cómo demostramos que no los teníamos en casa? Se serenó y me dijo: "A ratos busca una prueba". Fui buscando hoja a hoja y la encontré: en una de las páginas había un sello de la Universidad borrado y otro sello encima, hecho a la medida, con el nombre del adjunto. Lo quisieron poner en la calle, pero mi marido dijo que no le tocaran, que ya lo pagaría en la vida. Pasan muchos años y veo en una revista su foto como jefe de Deontología Médica en no sé qué lugar».

l Mala salud de hierro. «Los años de Salamanca fueron muy felices y además Blas trajo equilibrio a mi familia. Habíamos hecho una casa en Muros y mi padre, que jamás había salido a veranear y no salía de casa (era como un murciélago), disfrutaba allí o yendo a Luanco o a Cudillero. Yo no pude tener hijos porque nada más casarme estuve francamente mal y me quitaron unos miomas tremendos. Le pregunté a Blas si quería que adoptásemos. "Lo que tú quieras", me respondió. A la larga, siempre he estado contenta de no haberlo hecho, porque he podido libremente dedicarme a él hasta el final. Murió en la casa de Muros en 1987. Al llegar a Asturias me habían ofrecido la cátedra de Medicina Legal en Oviedo, pero vivíamos en Muros y si cumples con tu trabajo tienes que llegar la primera y salir la última, y yo no quería dejar a Blas sólo todo el día. Lo estuve pensando y como teníamos para vivir decidí que no. El me dijo: "Así cierras tu carrera". "No me importa". Esos años tuve gallinas, conejos y me hice campesina. Tras la muerte de Blas me quedé sola y me quise morir. Antes, había tenido un cáncer de mama, que descubrí por una casualidad. Vine a Pepe Miranda y me dijo: "Es de libro". Le pedí que no se enteraran en casa porque mi marido se estaba muriendo, y mi madre tampoco llegó a saberlo. Me operé y salí adelante. Luego he tenido achaques por todas partes, de modo que tengo una mala salud de hierro. Me establecí en Oviedo y conocí al sacerdote Benedicto Santos, don Bene».

Mañana, tercera entrega: Paloma Castillo