San Pedro de Ambás (Villaviciosa), Eloy MÉNDEZ

A Amalia Ordóñez se le cayó el mundo encima cuando su hórreo se vino abajo durante una madrugada de 1997. «Falló un pegollu que estaba podre y, detrás, todo lo demás», relata. Por fortuna para ella y para el patrimonio cultural asturiano, el caso llegó a oídos del etnógrafo Armando Graña, que se propuso ponerlo de nuevo en pie con la financiación de un programa de rehabilitación del Principado. En pocos meses, la construcción lucía como nueva al final de una empinada caleya de Lloses, barrio de la parroquia maliayesa de San Pedro de Ambás. «No lo vendo por nada, doy antes las fincas», señala la dueña, que creció a la sombra de sus bocatejas y que todavía hoy, con 82 años, admira la belleza de los liños que rematan las cureñas de castaño.

El hórreo de Lloses está considerado una «joya única» del siglo XVI. Por eso, su derrumbe marcó un hito en la historia de la conservación del arte tradicional asturiano. La Consejería de Cultura tomó conciencia de que el mundo rural se rompía a cachos y encargó a Graña un plan para salvar algunos de los mejores ejemplos. Se rehabilitaron tan sólo once en la zona central de la región. Pocos meses más tarde, el programa cayó en saco roto «por falta de dinero». Ahora, el Ejecutivo autonómico quiere rescatar la idea con la elaboración de un catálogo que recoja las edificaciones más significativas, paso previo a su reforma integral, a cargo de los fondos públicos.

«Costó algo más de un millón de pesetas, pero nosotros no pusimos ni un duro», explica Ordóñez junto a su marido, Manuel Ángel García, apoyado en el carro del país que nadie ha movido de debajo del hórreo desde que finalizó la restauración. «Dicen los que saben que es el más guapo de Asturias», repite una y otra vez la mujer, mientras revisa las imágenes de la visita que realizó la ex consejera Trinidad Rodríguez nada más finalizar las obras, en 1998, y poco antes de que expirara el mandato de Sergio Marqués. «Vinieron unos cuantos de Oviedo y se hicieron muchas fotos. Yo los recibí encantada porque eran los que habían pagado», relata.

No ha vuelto a saber de ninguno, salvo de Graña y del carpintero de Peón que dirigió el equipo que ejecutó la reconstrucción. Aunque la importancia de aquella operación queda patente cuando, muy de vez en cuando, algún curioso se inmortaliza junto al granero de madera, que emerge majestuoso en un rincón elevado donde comparte espacio con un puñado de casas, a escasos metros de la carretera AS-267, que une Villaviciosa con Sariego. «Es parte de mi vida, estaba aquí cuando nací y estoy convencida de que seguirá cuando me vaya», razona. Y se emociona al contar cómo espantaba los ratones con un palo desde la subidera, con apenas 10 años y mientras los vecinos colgaban las panoyas de maíz de la fachada trasera.

Porque la historia del hórreo de Lloses es la historia de Amalia Ordóñez. Hija de familia numerosa, se fue a vivir con sus tíos de San Pedro de Ambás cuando era una niña que apenas sabía leer. Graciano, Luz y José, los tres solteros, la acogieron como a una hija. Del hogar en el que creció ya no queda nada, a excepción del hórreo, que siempre se utilizó para guardar la cosecha. Ahora vive unos metros más abajo.

«Eran humildes y tuvieron que trabajar mucho para poder comprárselo a otra familia del pueblo, que llamaban de los de Solís. Para nosotros, conseguirlo fue muy importante», relata Amalia, que heredó la construcción en 1971 y que la contempla como si dentro hubiera oro, en vez de las patatas que almacena un matrimonio con vivienda en el pueblo y residencia fija en Gijón. «Les dejamos que lo usen porque ya no tenemos mucho que guardar», murmura.

«Para un aldeano hay pocas cosas más importantes que un hórreo», prosigue, mientras da vueltas sobre sí misma, abotonando la chaqueta contra el frío de noviembre. Por eso, se negó en redondo a que el suyo se reconstruyera en el Museo Etnográfico del pueblo de Asturias, como le propusieron tras el derrumbe. «Antes lo hubiera utilizado para leña», dice contundente. Aun así, se quedó sin parte de los liños originales -el «friso», como dice ella-, hechos pedazos por el impacto, igual que la cubierta. Algunos de los fragmentos de estas espectaculares tallas de madera se conservan en Gijón. A cambio, el encargado de la rehabilitación diseñó una réplica policromada que destaca con brillo en la apagada tonalidad de las paredes, que también cuentan con una buena colección de representaciones alegóricas, como un enigmático rostro coronado o varios soles, invisibles durante décadas por el deterioro de las cureñas. «Los descubrió una niña durante una tarde de verano, escarbando con las uñas», dicen en Lloses.

A pesar de la categoría del hórreo de Amalia, su futuro está menos claro aún que su pasado. Construido hace cuatrocientos años, sólo se sabe que pasó de mano en mano hasta llegar a los Ordóñez. «Si digo que es mío, me echa de casa», bromea el marido, minero retirado que conoció a la orgullosa propietaria mucho antes de hacer el testamento. Como no tienen hijos, aún no han decidido quién recibirá su tesoro de madera. «No sabemos muy bien qué será de él», aseguran. Lo mismo que le ocurre a la inmensa mayoría de los 20.000 que pueblan las cuatro esquinas de la geografía asturiana, perdidos en el tiempo y el olvido.