La memoria profunda de la capital de España aún conserva el dolor de la mayor herida sufrida desde Felipe II: la del Estado de las Autonomías. Durante años el fantasma de la desertización recorrió los pasillos y despachos de ministerios, instituciones públicas, fundaciones, academias, institutos, centros de estudios de cualquier cosa y chiringuitos mil que allí hacen vida por derecho divino, subidos a la chepa del contribuyente. Pero a través de técnicas diversas, incluida la de inventarse nuevas funciones para compensar las transferidas, y agarrados a la moqueta como garrapatas, Madrid aguantó firme el acoso centrifugador. Ahora Esperanza le ofrece una nueva esperanza, la de volver a ser la que fue, sede mayestática y porque sí de una burocracia indolente, prepotente y morosa, ante la que se estrellaba el oleaje de la periferia, empeñada tontamente en producir y no en obstruir.