Diez años de remembranza

Mirada a una década en una tierra hermosa

Diez años de algo, diez años de alguien, es una etapa respetable en la que se ha dado espacio a un tiempo con todos sus registros agridulces y claroscuros siendo tan gozoso y positivo el balance. Es la crónica en la que sobre alguien se puede contar cosas que se conservan en un álbum fotográfico retratadas, o que fueron titular discreto en la hemeroteca cotidiana, o que se fue tejiendo día tras día lo que supone una andadura biográfica de diez años vividos y convividos con los que estuvieron cerca y los que desde su lejanía se hacían igualmente presentes.

Solemos aplicar algún noble material a las bodas correspondientes, cuando llegan esas cifras más redondas con las fechas correspondientes: así van apareciendo los cinco años de madera, los veinticinco de plata, los cincuenta de oro. Para los diez años, se suele aplicar el aluminio. No deja de ser irónico que para los cien años sea el hueso el elemento escogido.

¿Diez años de quién? ¿Diez años de qué? Esta es la efeméride humilde como el aluminio que me toca en suerte y gracia celebrar a mí, por ser el tiempo transcurrido desde que llegué a Asturias como arzobispo. Se acumulan los nombres y momentos, los retos que ponen desafío, los logros que dibujan agradecidas sonrisas, las cosas pendientes que emplazan a seguir con ilusión renovada, los sinsabores o fracasos que siempre acompañan a toda aventura humana. Así es el bordado de estos diez años transcurridos en esta tierra asturiana, en esta Iglesia diocesana, con sus bolillos de colores y con todas sus filigranas.

Lo primero que me suscita la memoria de todos estos años con sus fotos, sus retos, sus logros, sus asuntos pendientes, sus sinsabores y sus gozos son los nombres de las personas que me han acompañado y a las que yo he podido acompañar: unas presentes, otras partidas ya. Dicho de otro modo: nunca he estado solo ni en las duras ni en las maduras. Hay tantas cosas para las que yo soy limitado, pero el buen Dios me las posibilita con los hermanos que ha puesto a mi lado. Ahí aparecen todos esos nombres, tantos, que inmerecidamente me fueron dados como un inmenso regalo en el cotidiano vaivén de las cosas con sus lágrimas, sus sonrisas, sus brindis y sus sobresaltos.

¡Esos nombres llevan aparejado en mi corazón el más profundo agradecimiento por cuanto hemos podido recorrer juntos buscando el bien de otras personas independientemente de sus posturas e identidades, de las comunidades cristianas, de una entera sociedad de la que formamos parte y a la que aportamos nuestra idiosincrasia católica a la religiosidad, a la convivencia, al compromiso social, a la cultura y a nuestra forma de educar.

No conocía Asturias, esta hermosa tierra tan variopinta en su paisaje de costa con olas bravías y rocosos acantilados, con sus valles y cuencas que te adentran en los bosques y en los riscos de los Picos de Europa. Son bellos realmente los lugares que en pueblos pequeños, en villas y en ciudades se enseñorean la dignidad y el cuidado de las gentes que los habitan. Hablando de gentes, las de Asturias, siempre me conmueven por su franqueza, por su nobleza y por saber quererte sin disfraces ni trastiendas.

Fue realmente una hermosa acogida con sabor a fiesta entrañable y sencilla, a quien vino sin dictados sabiéndose enviado en el nombre del Señor, y queriendo hacer con respeto -como dice nuestro poeta- los oficios que desconocía, tratando de poner de uno mismo lo mejor. Lo decía entonces y lo digo diez años después: venía sin consignas, sin planes conspirados y sin estrategias torcidas. Amo al Señor sobre todas las cosas, amo a la Iglesia con toda mi alma como hijo de San Francisco, amo el tiempo de mi época y a la gente que se me confía. Venía en el nombre del Señor, y no era ni soy ni tan santo ni tan temible como algunos quisieron presentarme. Y con este cúmulo de sabiduría y torpeza, de energía y vulnerabilidad, de riqueza y pobreza, me dejé traer por Aquel que a Asturias me envió y me envía. Diez años después, le vuelvo a pedir al Señor que me dé entrañas de padre sin dejar de ser hijo, que sea maestro sabiéndome siempre discípulo, que acierte a gobernar aprendiendo del Pastor Bueno, y que reparta su palabra y su gracia colocándome yo en la fila como el primer mendigo. Brindo con toda mi gratitud por tanto recibido y elevo mi humilde perdón cuando no he podido o no he sabido hacerlo como Dios quería y la gente necesitaba. Es hermoso celebrarlo con esta gozosa conciencia en medio de una tierra así de hermosa y con un pueblo cristiano con el que sigo escribiendo su importante historia.

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