Treinta años de degradación de la Función Pública

Los errores y decisiones políticas que han menoscabado la carrera profesional

Soy funcionario por oposición del Cuerpo Superior de Administradores del Principado de Asturias desde septiembre de 1991, justo un mes antes de la gran huelga general convocada como respuesta a la profunda crisis socioeconómica por la que atravesaba la comunidad asturiana y de la que sigue sin vislumbrarse la salida.

Pocos meses después de la toma de posesión empezó a circular por los canales internos, como una noticia a la vez asombrosa y desconcertante para un funcionario neófito, que algunos compañeros de promoción ya habían sido nombrados jefes de servicio, tocando techo de forma meteórica. Yo había aprobado la oposición con la lección bien aprendida: la carrera administrativa era un conjunto de posibilidades de ascender dentro del sistema organizativo, mediante una serie de destinos o categorías jerárquicamente ordenadas; la estructura de puestos adscritos a los cuerpos superiores se organizaba, como regla general, en puestos base, jefaturas de sección y, en la cúspide, las jefaturas de servicio; el concurso de méritos eran el sistema normal de provisión de los puestos de trabajo, frente a la excepcionalidad de la libre designación.

Pero los veteranos del Cuerpo Superior de Administradores pronto nos abrieron los ojos -al menos, a los que carecíamos de toda tradición administrativa en la familia o en los aledaños-, haciéndonos ver que lo que allí funcionaba eran las conexiones: la carrera se hacía a base de contactos y, si no se tenían, lo que tocaba era esperar con paciencia a que una jefatura quedara vacante y estar en el lugar adecuado en el momento oportuno, o esperar un golpe de suerte para que no hubiera ningún candidato predeterminado. En cualquier caso, lo que estaba completamente desaconsejado era protestar y, particularmente, manchar el historial reclamando en los juzgados. Ya nos había aleccionado el director regional de Función Pública en el acto de toma de posesión: por encima de cualquier cosa "no os proletaricéis", repitió varias veces con voz pausada y melancólica.

Los puestos realmente relevantes, aquellos que participaban directamente en las decisiones importantes por su contacto estrecho con el poder político y donde los funcionarios de élite lucían sus verdaderas potencialidades, eran las jefaturas de servicio. Todas ellas se ocupaban por libre designación y la convocatoria pública hacía de paripé formal para confirmar en el Boletín Oficial el nombre del agraciado que, normalmente, ya se había difundido antes de la convocatoria entre el personal de la oficina.

Todo giraba en torno a un pacto tácito entre un grupo selecto de la alta burocracia y el poder político gobernante que favorecía los intereses de las dos partes: algunos altos funcionarios podían ser nombrados y rotar en los puestos más altos y mejor pagados de la jerarquía mediante un procedimiento expeditivo y antiformalista, ajeno a cualquier proceso competitivo por méritos y con una fuerte componente de cooptación; y los políticos se garantizaban una élite funcionarial de plena confianza, reservándose el derecho de cese fulminante en caso de que alguna actuación no fuera de su agrado.

Por su parte, las jefaturas de sección ya eran por entonces unos puestos muy devaluados, en los que básicamente se cobraba algo más que en un puesto base. Recuerdo bien que algunas secciones estaban ocupadas por funcionarios interinos cuando varios funcionarios de carrera todavía seguíamos sin promocionar. Como las secciones tenían una escasa capacidad de propuesta e influencia en comparación con las jefaturas de servicio, no importaba que se cubrieran por concurso de méritos.

Este sistema se ha mantenido prácticamente incólume hasta hoy. La única novedad, tras la suspensión cautelar en vía judicial de los nombramientos por libre designación a principios del año 2013, fue la sustitución de aquella por la comisión de servicios, en la que el margen de discrecionalidad en la selección del candidato es tan grande que se asemeja mucho a la libre designación.

Por el medio, con el primer Gobierno de Álvarez Areces (1999 en adelante) comenzó a inflarse la estructura de puestos de trabajo en los niveles más altos, con coordinadores que no coordinaban nada y asesores que tampoco asesoraban. Se trataba de puestos con funciones técnico-administrativas, asimilables generalmente a jefaturas de sección, pero con un sueldo más elevado y nombrados por libre designación, como correspondía a la mentalidad clientelista de los gobernantes.

Simultáneamente, determinados puestos estratégicos se abrieron a funcionarios de otras Administraciones para traer a dedo a varios afortunados. Y la Administración parapública de empresas y fundaciones iba creciendo a buen ritmo y ampliando sus plantillas de personal por la puerta de atrás.

En esa etapa particularmente oscura de la Función Pública asturiana, el Consejo de Gobierno aprobó un sistema de pagos anticipados en concepto de una "carrera horizontal" sin regulación legal, a pocos días de las elecciones autonómicas del 2007. Una osadía para la que cuesta trabajo encontrar calificativos, que se saldó con una sentencia de anulación demoledora, pero sin responsables políticos. Esa modalidad de carrera horizontal ha generado desde entonces una considerable burocracia administrativa dedicada a aplicar un sistema de evaluaciones totalmente ineficiente, sin ningún efecto sobre la permanencia en los puestos de trabajo, que solo se tiene en pie para justificar la existencia de los puestos creados para ejecutarlo y, de paso, alimentar el negocio de los cursos de formación impartidos en el Instituto Adolfo Posada.

Para hacer frente a esta realidad degradada, un grupo pequeño de empleados públicos pusimos en marcha a finales del año 2008 una asociación que nos permitiera actuar dentro de los márgenes que ofrecía el Estado de Derecho. Desde entonces son ya más de veinte sentencias ganadas, entre anulaciones de relaciones de puestos de trabajo (RPT) y algún concurso con bases amañadas, que han ido retratando la arbitrariedad con la que se comportaba el Principado de Asturias. Afortunadamente, algunos sindicatos decidieron acompañarnos en la tarea y la actuación conjunta permitió un vuelco importante en la regulación legal. No sin enormes dificultades.

El primer intento por quebrar e inutilizar el alcance de las sentencias judiciales vino de parte del Gobierno de Areces al final de su última legislatura, con el apoyo parlamentario de Izquierda Unida. Juntos sacaron adelante una ley de blanqueo de los actos anulados en vía judicial (Ley 14/2010, de 28 de diciembre), con una de las exposiciones de motivos más infames que yo recuerdo, que pretendía hacer obligatorio el nombramiento por libre designación no solo para las jefaturas de servicio, sino también para los letrados y otros puestos similares. Como el articulado era un bodrio jurídico que no le iba a la zaga al preámbulo, decidimos recurrir la primera RPT aprobada a su amparo y pronto el Tribunal Superior de Justicia de Asturias vino a darnos la razón.

Tras el breve ínterin del Gobierno de Cascos, en el que nada cambió, el Gobierno de Javier Fernández quiso seguir con la libre designación generalizada de jefes de servicio, coordinadores, asesores, interventores etc., pero fue frenado en seco por el máximo órgano judicial asturiano a principios del año 2013, mediante una decisión enérgica en la que ordenó la suspensión cautelar del acuerdo de aprobación de la RPT, impidiendo la reiteración fraudulenta de los nombramientos.

Forzado por la realidad de lo inevitable, el Consejo de Gobierno no tuvo más remedio que elevar a la Junta General un proyecto de ley (la actual Ley 7/2014, de 17 de julio) para normalizar el concurso de méritos como procedimiento ordinario de provisión de los puestos de trabajo.

Pero como suele suceder con frecuencia en los modernos Estados de Derecho, en los que muchas veces las leyes parecen estar aprobadas para no aplicarse, el Gobierno del Principado fue haciéndose el remolón, retrasando las convocatorias de los concursos con diferentes escusas a cuál más ridícula. El director general de la Función Pública compareció en la Junta General en abril de 2016, prometiendo solemnemente que el concurso de méritos de los puestos que hasta entonces se nombraban por libre designación sería convocado en la segunda mitad de ese año 2016. Pero la convocatoria no apareció ni en el 2016, ni en el 2017, ni tampoco en el 2018.

En su lugar, el Gobierno del señor Fernández puso en marcha una churrera averiada de actuaciones dilatorias. Entre ellas, unas directrices que ahora acaba de tumbar la Justicia por invadir materia de regulación reglamentaria. Y finalmente, llegó la convocatoria "in extremis" del concurso para 1.340 puestos de jefatura como acto de cierre de la legislatura, forzado por la amenaza judicial y tarado por esos nefastos antecedentes.

Desde 1991 han pasado casi treinta años y hoy la Función Pública asturiana, al menos en la vertiente de la carrera profesional, es un montón de escombros. El Gobierno del señor Barbón anuncia ahora una reforma de la Administración Pública que afectaría, al parecer, al régimen legal del empleo público, pero sigue sin atisbarse una mínima reflexión crítica sobre la herencia recibida. Mal empezamos.

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