Si hay algo en este mundo que no necesita de una percha para un artículo en un periódico es Venecia.

-¿Por qué escribe usted de Venecia?

-Me apetece.

Sergio Caputto me contó un día cómo a los niños venecianos, en vez de comprarles una bicicleta, les regalan un vaporetto en miniatura para moverse por los canales. Venecia es una ciudad para pequeños, adolescentes, jóvenes o muy mayores. Apenas hay una edad intermedia para soportarla convenientemente, teniendo como tiene una afluencia tan grande de turistas dispersos en bermudas. «Venecia, mágica y abandonada como las lunas de nuestra primera juventud», escribió Mauricio Wiesenthal en «El esnobismo de las golondrinas».

Venecia no es la máscara de Italia, como decía Byron. Tan siquiera sería un lugar representativo de la italinianidad si no fuese por la asociación que se ha hecho en los circuitos turísticos. La verdad es que Venecia no ha dejado de ser la serenísima república de los dogos, salvo que cada día que pasa se parece más a San Marino. Hubo un tiempo, algo atrás, en que me dio por ir a Venecia cada dos por tres pensando, como muchos hacen, que allí me aguardaba el momento, es decir ese instante especial en que uno puede ser capaz de ver el santuario de la religión de la belleza, que diría Proust. Pero yo no era Ruskin, de manera que me dedique a pasarlo en Venecia igual que en otros lados, disfrutando de una habitación con vistas, la terraza del Quadri o del Florian, del Harry's Bar, o de un paseo por el Campo San Polo. Cuando me cansaba de todo eso me embarcaba hasta la isla de Pellestrina que cierra la laguna al sur del Lido.

Crecí oyendo que Venecia se hundía. La conozco con el «aqua alta» provisto de las katiuskas que me dejaban los amigos venecianos, o que me prestaban en la recepción del hotel, cuando salía a la calle creyendo que me encontraba en una ciudad como otra cualquiera. «A veces, intento hacerme mala sangre imaginando que Venecia muere antes que yo, que se hunde sin haber expresado finalmente nada de su rostro en el agua. Hundiéndose no en los abismos, sino unos cuantos pies bajo la superficie. Sobresaldrían sus chimeneas crónicas, sus miradores, donde los pescadores echarían el anzuelo, su campanile, refugio de los últimos gatos de San Marcos. Unos vaporetti inclinados bajo el peso de los visitantes sondarían la superficie donde se diluye el fango del pasado. Unos turistas señalarían con el dedo el oro de algún mosaico, entre cinco pelotas de waterpolo flotantes: las cúpulas de San Marcos», escribió Paul Morand.

A Venecia la acompañan las letras. De hecho, como dejó escrito Predrag Matvejevic, «es más fácil clasificar los jardines y las flores que crecen en ellos que los libros sobre Venecia». Y recalcó Joseph Brodsky: «En este lugar puede derramarse un lágrima en distintas ocasiones. Asumiendo que la belleza consiste en la distribución de la luz en la forma que más agrada a la retina, una lágrima es el reconocimiento, tanto de la retina como de la lágrima, de su incapaz de de retener la belleza. En general, el amor llega con la velocidad de la luz; la separación, con la del sonido». Jan Morris es autora de una de las mejores guías de Venecia cuando se llamaba James Morris, antes de cambiarse de sexo.

«En el aire mojado de esta tarde de otoño sé que esta ciudad es mi defensa contra la muerte», escribió el singularísimo veneciano José María Álvarez en «La serpiente de bronce», uno de sus mejores poemarios. ..