Cuando se alcanza una alta edad, el ser humano suele reaccionar de dos maneras antitéticas: por un lado, el pasotismo de que ya todo nos trae sin cuidado y cierto desdén hacia las debilidades ajenas, que lleva implícita la egoísta amnistía de las propias claudicaciones. De otro, un sentimiento de adhesión a la verdad, a lo que creemos que es la verdad, a nuestra verdad, no reparando en las conveniencias sociales que aconsejan, a menudo, si no eludir la controversia, echarse a un lado y renunciar a la confrontación. Suelo inclinarme por la primera de las opciones, pues, en caso contrario, me estaría peleando con casi todo el mundo. En ninguna de ambas situaciones se proclama que sólo hay una razón y que ésa es la mía.

Aunque parezca mentira, se siguen escribiendo libros sobre la guerra civil española y yo pensaba que era la fórmula de algunos estudiosos, y bastantes desaprensivos, de ganarse la vida hozando en los archivos e inventándose justificaciones para complacer, ¡tan a posteriori!, a descendientes de filiación o tendencia política.

El otro día, una vez más, el suplemento dominical de este diario dedicaba unas páginas al personaje Santiago Carrillo, que reúne, entre muy otras pocas cosas, ser gijonés, algo que no exime, altera ni modifica su perfil, que se ha forjado en otros hornos. El señor Carrillo, a mi juicio, totalmente despersonalizado, pues apenas habré cambiado con él dos frases inanes, es un farsante viejo. Como yo, en la edad, aunque reconozco que me aventaja en cuatro años, bien llevados, en apariencia. Su papel, lo más importante de su existencia, lo llevó a cabo, justamente, cuanto tenía 21 años. En 1936 desempeñaba un puesto de confianza en la Consejería de Orden Público de Madrid, junto a una dama política (creo que era Victoria Nelken y estas líneas están redactadas de memoria). He oído, hace mucho tiempo (y no me cuesta nada admitirlo) que era ella la que cortaba el bacalao en aquella siniestra organización, dueña de las noches y los aterrorizados amaneceres de aquel Madrid, y quien dejó dispuesta la saca de presos de la Cárcel Modelo -unos 2.500- que fueron exterminados en la vecina localidad de Torrejón de Ardoz. El trámite burocrático lo llevó a cabo el joven Santiago, que sólo era, según confiesa en el mentado reportaje, un chaval de 21 años. Demostrado queda que la firma de un chaval puede ser muy importante.

Del reportaje me ha soliviantado que omita precisamente ese tema, cuyo recuerdo comprendo que le mortifique, pero no tengo memoria de haber escuchado de sus labios o leído de su mano la menor contrición acerca del exterminio. Poco antes, por televisión -y eso me enfadó- intentaba justificarlo aduciendo el argumento que algo había que hacer con 2.500 militares presos, dispuestos a ponerse al lado del enemigo. Sin contar el número de mujeres, ancianos y niños sacrificados en las extensas fosas, cavadas de antemano, la Convención de Ginebra y el mínimo sentido de la humanidad, arbitra otras soluciones para neutralizar esos posibles refuerzos del enemigo: traslado a otras prisiones, intercambio de prisioneros... en fin, cualquier solución distinta de la de ametrallar indiscriminadamente a tan abultado número de personas. Da a entender el entonces juvenil asesino que el Gobierno había huido de la capital y no había jefes o superiores a quienes consultar, argumentación que no desvirtúa el tremendo crimen. Empleo el adjetivo porque ya todo el mundo lo usa indiscriminadamente, sin que pase nada, ¿o creyó haber organizado una excursión del Imserso?

Quizá sean también desvaríos de la edad cuando nos cuenta que salió a la calle, con otros colegas, cuando era un imberbe socialista de 16 años, para evitar la quema de iglesias y conventos. Y al asegurar que la Revolución de Octubre de l934 -de tan duras consecuencias en Asturias- había aplazado un par de años el régimen fascista que planeaba sobre España. Si eso fue así, empeora mucho la alocada y fallida pretensión de los revolucionarios, que sacrificaron gente y causaron destrozos irreparables. Con la perspectiva histórica que pronto se acercará a la centuria, parece que hubiera sido preferible esa implantación por la vía democrática que tres largos años de privaciones, fractura del país y la muerte de varios centenares de miles de compatriotas. Ya se sabe, para el muerto en combate o junto a las tapias de un cementerio, ese día es Waterloo.

Me incomoda especialmente la falta de humanidad, al no reconocer el funesto error de Paracuellos. Porque resulta que el longevo Carrillo apenas hizo otra cosa en su vida. Se ha magnificado su papel en la época de la transición. Antes estuvo recogido en las mansiones de Ceaucescu, lejos de los fríos siberianos. Había sido un monaguillo en el corto séquito de Dolores Ibárruri, que sí fue miembro del comité central del Partido Comunista y nunca se fió de él. Fue un personaje, del que me agrada proclamarme amigo, Teodulfo Lagunero, el que manejó parte del cotarro de la entrega del devaluado líder, desde facilitarle desde hacía tiempo la subsistencia hasta comprarle la célebre peluca, ello con la también gratuita cooperación de quien sí fue amigo, José Mario Armero. La casualidad suele tener papel protagonista.

No sé si estas líneas llegarán a su poder, ni me importa. Pero, aunque fui el editor y director de «El Caso», no se le ocurra pensar que era un confidente de la Policía. Mis relaciones con este cuerpo y con la Guardia Civil fueron excelentes, porque así convenía a ambos. Como nunca tuve cargo ni sinecura algunos con el franquismo -eso siempre se sabe a lo largo de los años- de ese tipo de cosas nada tengo que reprocharme. De otras sí, pero no le atañen ni le importan.

No creo que tenga Carrillo nada verdaderamente importante que contar, pero podría ahorrarnos fantasías y mendacidades, dispuesto, como parece, a no soltar una palabra de arrepentimiento por su intervención en Paracuellos. El aire jocundo que muestra en las fotografías del reportaje le auguran aún años de vida. Por mí?