Hace apenas dos semanas que el cantante Santiago Auserón, entrevistado en la cúpula del Niemeyer por Enrique Bueres, recordaba su experiencia como estudiante en el Centre Universitaire de Vincennes en París, cuando los alumnos de aquella época (finales de los setenta) hacían cola durante varias horas para coger sitio en las aulas, deseosos de escuchar hablar de filósofos europeos de los que apenas se tenía conocimiento en España. Auserón dudaba de que hoy se produjeran escenas similares, a la vez que bromeaba y sugería que los jóvenes hacen colas para macrofiestas, pero no acuden en masa a clases magistrales en las universidades.

Parece que lo único filosófico en la mayoría de los jóvenes hoy es un palpable nihilismo, fruto del descontento, de la desidia social y compartido con la ideología punk de los setenta, aunque de forma mucho menos creativa.

Auserón, artista altamente instruido, forma parte de la llamada Movida Madrileña, un movimiento que suele ser calificado como contracultural y que aglutinaba música, poesía, cine, fotografía, pintura y otras manifestaciones artísticas. La Movida Madrileña es uno de los movimiento culturales globales, vanguardistas y contestatarios, surgidos en épocas sociopolíticas convulsas o de cambio, en las que por encima de la calidad, a veces cuestionada, priman la rebelión, la transgresión y la provocación a distintos niveles.

Escuchar a Auserón me hizo recordar aquellos programas de televisión que mostraban diferentes aspectos de aquella (sub)cultura de los ochenta, como «La edad de oro», programa no exento de polémica donde Paloma Chamorro, que ya venía de presentar otros programas culturales y de enfrentarse a entrevistas con artistas de la talla de Salvador Dalí o Joan Miró, nos abría la puerta a las vanguardias del momento. Y, sobre todo, «La bola de cristal», un programa para niños y jóvenes que nos hablaba de cine, de arte, de literatura, de música, que insistía en que «todo está en los libros» al tiempo que nos mostraba la música española de la época, que nos incitaba a leer para no ser borregos («si no quieres ser como ellos, lee») y nos instruía a través de la Bruja Avería de los riesgos del capitalismo («viva el mal, viva el capital») que ahora sufrimos a diario.

Ya no existen programas para jóvenes que hablen de libros, cine o música, sólo programas de descubre-talentos musicales que reproducen el mismo formato una y otra vez. Tal vez yo, que viví la época de la música universitaria asturiana de los noventa, espero algo más de nuestros músicos, algo que no se encuentra en los superventas de hoy, que apenas pasaron por el instituto, como Bisbal, Bustamante o el asturiano Melendi, el más aclamado por mis alumnos de Bachillerato.

Y aunque se produzcan actividades aisladas, se echa de menos un movimiento cultural joven contestatario y global que dé una respuesta transgresora al momento socioeconómico que vivimos, porque no cabe duda de que son los artistas, los escritores y, sobre todo, los músicos (mucho más que los políticos) los más capacitados para movilizar a las masas.