Hijo adoptivo del concejo de Illas y ex embajador en Paraguay, Colombia, Bélgica, Yugoslavia y Polonia

Fernando Olivié González-Pumariega (Madrid, 1925) es hijo adoptivo de Illas y fue embajador en Paraguay, en Colombia, en Bélgica, en Yugoslavia y en Polonia. «Ahí fue cuando me jubilé, cuando estaba cayendo el muro de Berlín», recuerda. Atiende a LA NUEVA ESPAÑA en su casa de Calavero. Sentado en el poyo de la terraza de su domicilio estival disfruta de la sierra de Bufarán y de los manzanos que hace años mandara plantar su esposa en la finca de la familia, una de las más esclarecidas del concejo. «Ahora veo poco», se lamenta. «Pero siempre me gusta volver a Asturias», confiesa. Reitera que él no es mucho de salir en la prensa. «Los diplomáticos tenemos que ser discretos», sonríe. Y aun y todo, charlamos durante cerca de una hora en la sala de estar de su casa familiar.

-En los años 80 le nombraron hijo adoptivo de Illas.

-Uff, sí. Espere usted un momento que haga un esfuerzo, porque estoy perdiendo la memoria... Llevo más de treinta años.

-La familia de su madre es la que es oriunda de Illas.

-Mi madre, que se llamaba Luisa, fue una González-Pumariega y, aunque no había nacido aquí siempre había estado muy vinculada a Illas y a Calavero. Le encantaba esto, venía de niña, arrastraba a su padre, lo hacía venir acá. Era hija única. Cuando se casó con mi padre, se hicieron esta casa. Bueno, la hizo mi padre en un prado que era de mi madre. Esta casa parece la mansión de un peón caminero. La ve usted desde fuera y parece pequeñísima...

-Ya veo que no.

-Cabemos mucha gente. En mi niñez he venido aquí. Todos los veranos. Aquellos veraneos de antes de la Guerra Civil, cuando los niños dejaban el colegio en el mes de junio y volvían en septiembre, cuando los padres estaban hartos de los niños y los niños, hartos de los padres.

-O sea, que usted se crió en esta casa.

-Mis dos hermanos pequeños y yo pasamos la infancia aquí, en esta casa. Ellos ya han muerto ya. Hace tiempo. Esta casa suponía la libertad: nos librábamos de la vigilancia de mi madre en cuanto llegábamos y desaparecíamos.

-¿Y cómo era su madre?

-Era muy romántica. Le encantaba esto. Tenía un recuerdo muy bonito de su paso por esta aldea... Ellos venían aquí, a Avilés, al hotel... Cuando se casó ya dijo: «Yo voy a veranear aquí, yo me voy a afincar aquí...» Y mi padre le montó todo esto. O sea, que yo me siento muy de Illas, muy asturiano.

-Pero hacía un par de años que no volvía por Calavero.

-Me pegué un trastazo. Yo veo muy mal y estuve recomponiendo los huesos que me rompí. Esta vez tenía cosas que hacer. Papeles en el Ayuntamiento. Soy muy amigo del alcalde, Alberto Tirador. Lleva muy bien este concejo. He venido una semana. Es más, me quedé asombrado cuando me dijo el otro día que ustedes, en LA NUEVA ESPAÑA, se habían enterado de que estaba por aquí.

-¿Cuándo entró en la carrera diplomática?

-En 1948 gané la oposición. Cuando yo entré nos jubilábamos a los 70. Luego bajaron la edad. Me jubilé a los 65. Hice Derecho y la política exterior me fascinó. Estuve en la Escuela Diplomática el año que hay que estar. Ha pasado mucho tiempo y me encontré con hijos de compañeros míos que ya son embajadores. La diplomacia tiene ser una carrera profesional, la más profesional, somos apolíticos y nos dedicamos a representar a un país entero y, además, como está uno fuera sabe muy poco de la política interior.

-¿Cuál fue su primer destino?

-Fui destinado como tercer secretario a Canadá. Ahí estuve cinco años. Soltero, era muy joven. Primero estuve en Montreal, de vicecónsul. ¿Sabe? Canadá antes de la II Guerra Mundial no tenía más relaciones que con Washington, Londres y París. Lo de Washington era lógico, eran vecinos. Lo de París y Londres también: el pasado anglocanadiense y el pasado francocanadiense. Después de la guerra comenzó a establecer relaciones diplomáticas con todos los lados, entre ellos, Madrid. El consulado de Montreal se dividió y a mí me mandaron a abrir la embajada en Ottawa. Por eso estuve tanto tiempo en Canadá: cinco años. Lo pasé muy bien, fue descubrir un nuevo mundo.

-Dejó los años del hambre, por un país de primera.

-No se crea. Las guerras las pierden todos: los derrotados y también los vencedores. Canadá había creado un ejército propio, lo había mandado luchar en el frente occidental, intentó un desembarco en Dieppe y fracasó y allí murieron una cantidad enorme de canadienses... Todo esto se notaba. Además, el gasto económico, las familias que se separan... O sea, tampoco estaban tan boyantes. A mí me costó mucho encontrar un apartamento. No lo había. No se había construido en los cuatro años de la guerra.

-¿Sólo las buenas familias daban diplomáticos?

-No, no, eso es un poco de leyenda. La mía fue una familia corriente y moliente. Antiguamente sí, pero en tiempos de don Juan Varela. En mi época no. La carrera la reorganizó Primo de Rivera, cuando había sido dictador y presidente del consejo de ministros. Fundió el cuerpo consular, que había sido siempre una carrera de oposición, con el cuerpo diplomático, que también había sido de oposición, aunque no tanto. Pasaban un año sin cobrar, aprendiendo a ser diplomático, y ese año lo pagaban los padres. Eso era lo que era caro. Cuando yo entré había que saberse los temas de la oposición. Fíjese: entramos en la carrera 18, aunque nos habíamos presentado 400.

-Y había que aprender idiomas.

-Yo sé inglés, francés y español... y los tres mal.

-¿Y después de Canadá?

-La carrera diplomática es como la militar: va uno ascendiendo según va cogiendo antigüedad. Ascendí a segundo secretario y me reclamaron en Madrid, que volviera al Ministerio para que yo montara una cosa de tipo cultural: centros de enseñanza de español en los Estados Unidos.

-Algo así como el Instituto Cervantes.

-Sí, algo así. Estando ahí me casé y me iba a ir destinado de primer secretario a El Cairo. El Embajador en Egipto me había reclamado, pero llegó un Ministro que se llamaba Fernando Castiella -al que no conocía de nada- y me llamó. Me preguntó si no me importaba hacer un papel que él quería que hiciese en España. Era un chaval de 29 años y me puse a sus órdenes. Las tres semanas que me había dicho que me quedara se convirtieron en 13 años. Fue director de Asuntos Europeos del Ministerio de Exteriores. Y entre estos asuntos estaba la Santa Sede. Tuve que intervenir en la preparación de la ley de Libertad Religiosa, que tardó muchísimo en salir adelante.

-¿Y qué pasó después?

-Cesaron a Castiella, nombraron a López Bravo y yo presenté la dimisión. Creí que a López Bravo tenía que confiar en los suyos, así que me marché. Yo creo que a él no le gustó mucho eso: hubiera preferido echarme. La ley de Libertad Religiosa salió con López Bravo, aunque la había preparado Castiella, que era del «Ya», de Herrera Oria...

-¿Qué papel desempeñaba aquella España franquista en Europa?

-Limitado. España era una dictadura y, además, estaba el poso de la guerra. Estaba la leyenda de las afinidades entre Franco y el Eje. Todo esto pesaba mucho, sobre todo en el ambiente diplomático europeo. En el norteamericano no tanto. Eso lo sé porque lo he vivido. Había una corrección en las relaciones, pero había un límite.

-¿Y con López Bravo?

-Voy de embajador a Paraguay, que es un destino perfecto para un experto en Europa... Estuve tres años de embajador con Stroessner. Era un país de tres millones de habitantes, muy rural y muy acosado por la fortaleza de Brasil y de Argentina. Estaba muy acosado también por los Estados Unidos, porque ellos creían que todos lo países de América Latina eran...

-...¿Repúblicas bananeras?

-Eso. Productores de drogas y cosas de esas. En Paraguay no había drogas. Estuve tres años y el mismo López Bravo me mandó a Colombia, una de las grandes potencias hispánicas. Tiene de todo y, sobre todo, una casta política inigualable. El presidente Santos, sin ir más lejos. Lo conocí siendo niño porque yo era muy amigo de su padre, Enrique Santos, que era uno de los dueños de unas cabeceras de periódico muy importantes. Colombia tiene ahora el problema de las FARC, que tiene mal arreglo. Estos ganan dinero con el contrabando y los secuestros... Franco murió estando yo allí en Colombia, pero a mí me confirmaron. El Rey Juan Carlos hizo una visita oficial allá.

-¿Cambió su trabajo como diplomático la muerte de Franco?

-No. La política exterior es la misma. Como embajador tenía que procurar que los españoles -las personas o las empresas- vivieran lo mejor posible. Hay una cosa que descubrí en Paraguay: la relación entre España y cualquier país latinoamericano es familiar. Yo presenté credenciales en el palacio de San Carlos, en la casa en la que murió Jiménez de Quesada, el fundador de Colombia. Había una tropa formada tocando los himnos. Entré por una galería de retratos. Estaba el de Jiménez de Quesada, el del virrey Eslava, el virrey tal... todos los virreyes. De repente, cambiaron: el presidente de la República tal, el presidente cual... Entro y me encuentro al presidente Prastana. Se me ocurrió decirle que me había conmocionado. «¡Qué se creía usted! Colombia es más antiguo y más país que muchos países europeos».

-Hablemos de Europa. ¿Dónde estaba usted cuando cayó el Muro de Berlín?

-Estaba en un cóctel que daba el canciller Helmut Kohl. Estaba en Polonia, en viaje oficial. Por aquel entonces yo era embajador en Varsovia. Gran parte de la Dieta, el congreso, ya no era comunista. Subió, soltó un discurso. Se le acercó un joven de la embajada, le dijo algo al oído y Kohl interrumpió el discurso. Estaban tirando el muro.