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1920-2020 | Historia del Teatro Palacio Valdés

¡Será por perres!

Acabar el teatro solo precisaba de una cosa: el dinero que puso Ángel Fernández y Compañía

Postal del Teatro (colección de Claudio López Arias) rodeada de billetes de mil pesetas de la época. INFOGRAFÍA DE MIGUEL DE LA MADRID

Muy desesperados estaban ya en Avilés cuando, ante el fracaso de la Sociedad Fomento, se volvieron los ojos a Cuba, como siempre, la última esperanza. En la localidad de Sagua la Grande el mismo año 1914 se había iniciado la enésima suscripción para terminar el teatro. Su mentor fue Faustino Díaz, un millonario astur-cubano que puso encima de la mesa dos mil pesos-oro español. Le siguió José María González del Río, hombre también de largos caudales que acercó quinientos treinta pesos del mismo oro español. Y esperaron a que la mesa se llenara de pesos.

Y siguieron esperando porque, como muchas otras, esta suscripción fracasó. El año anterior, la visita de José Cueto, comisionado por el Círculo Avilesino de La Habana, no había tenido mejor fortuna. Ni siquiera "picó" José Menéndez plenipotenciario "rey" de la Patagonia al que, en 1913, la Cámara de Comercio de Sagua la Grande propuso comprar el teatro. Era una operación filantrópica de alto estilo en la que Menéndez compraría y reconstruiría el edificio para, una vez puesto su nombre al coliseo, cederlo a la Asociación Avilesina de Caridad para su explotación. Pero nada, ni por esas.

El futuro del teatro parecía estar solo a merced de las colectas y los filántropos, ya que sus principales valedores iban faltando y los años seguían pasando. Un año después de la muerte de la Sociedad Fomento moría Claudio Luanco, en octubre de 1916. Llevaba años en su Castropol natal, pero su muerte fue un símbolo de lo que parecía esperarle al teatro. Todo quedaba reducido a una cuestión de buena voluntad, pero, sobre todo, como dijera el viejo alcalde Florentino Álvarez Mesa, de "dinero, dinero y dinero". Parecía que todo estaba perdido, menos la guerra. Me refiero a la Primera Mundial.

Aquello de que no hay mal que por bien no venga tiene una gran aplicación cuando se habla de la Gran Guerra. Le pasó a la economía española. La neutralidad, a pesar de arrinconarla después de la contienda a la irrelevancia en las relaciones internacionales, supuso un período de esplendor durante el conflicto.

Por una vez la lotería económica tocaba en Avilés. En toda Asturias fueron años de negocio. Las exportaciones de carbón se hacían por mar en abrumadora proporción y el puerto, desplazado por completo desde 1911 por El Musel, pasaba entonces a primer plano de la economía. Una prosperidad coyuntural descendió sobre la ciudad, especialmente sobre los negocios de algunos industriales y almacenistas. Victoriano Fernández Balsera es la referencia más clara. Estaba al frente de la Cámara de Comercio que llevó la iniciativa, en 1916, de la creación de la Junta de Obras del Puerto.

Los tráficos de la dársena crecieron y los negocios al borde del puerto también. En aquellos años se dio el impulso definitivo a todos los proyectos con los que había cortejado la Sociedad Fomento y a otros nuevos: El Gran Hotel, el monumento a Pedro Menéndez, el club Náutico de Salinas? Años de bonanza, a pesar del impacto negativo de la situación política nacional, que se notaron en Avilés en la huelga general de 1917. También llegó hasta aquí la desgracia en forma de devastadora epidemia de gripe que puso luto al otoño de 1918.

Entra en escena Ángel Fernández Díaz, que hasta ahora no había tenido papel en esta representación. Un hombre hecho a sí mismo, asociado a otros a los que la fortuna les había acompañado desde la cuna. Fue uno de esos capitalistas beneficiados por la coyuntura bélica en su empresa. Con la razón social "A. Fernández y Cía.", de la que era gerente, y teniendo como socios a Tomás Botas y Ruperto Menéndez, aprovechó los ríos de carbón que salían por Avilés para hacer dinero.

La misma empresa era propietaria de minas en Sierro Negro. Eran agentes de aduanas, armadores y consignatarios de buques como el "Santo Firme", el "Carlitos" y el "Lolina", navíos que usaban para el transporte de su producto o para alquilar a otras empresas. Por si fuera poco, en los años posteriores a la guerra comenzaron la construcción de una gran planta de aglomerados en San Juan, entre la estación del tren y el Espartal, para transformar el carbón en briquetas que producía 300 toneladas diarias.

Sin colectas

Fue así como los beneficios de la guerra llegaron al teatro. Callaron los cañones y, con la faltriquera llena, Ángel Fernández y Compañía, se acordaron del teatro. Del deseo de Avilés por tenerlo y del edificio que yacía abandonado en la calle del siglo XIX desde hacía más de quince años. No se hable más. Por dinero no iba a ser. La compañía compró el teatro por 40.000 pesetas. Comenzaba 1919 y las obras se reanudaban al fin. Sin colectas, sin esperas, sin buenas voluntades de las que concluían en malos finales.

Se decía en Avilés que, cuando le dijeron a Ángel Fernández que se necesitaban dos millones de pesetas para acabar el teatro, respondió "¡Cómo éstas!". Que le dijeron luego que no había aquí materiales y obreros especializados y dijo: "¡Pues se pintan!". Y venga a traer especialistas catalanes, estucadores madrileños y fumistas sevillanos. Más tarde llegaron cortinones de damasco y butacas de caoba a 500 pesetas la pieza.

Un primer peritaje demostró que, pese al tiempo de abandono, la estructura del teatro seguía fuerte. Tal y como prometió el ingeniero Ribera; había hecho bien su trabajo. La fachada, las cubiertas, los muros y los pisos eran sólidos, se podía seguir construyendo sin novedad. Se buscó al autor de diseño, el arquitecto Manuel del Busto, para que pusiera al día los planos. Habían pasado casi dos décadas y el teatro estaba concebido con una mentalidad y para una sociedad del siglo XIX. Es cierto que mucha enmienda no se podía hacer, pues lo construido condicionaba superficie, proporciones, estancias y servicios, pero el interior era maleable. Ahí se centraron los esfuerzos del arquitecto.

Del viejo esquema se mantuvo lo fundamental, las tres partes de un teatro a la italiana. Por un lado los vestíbulos y salas de relación o "foyers", ya que la parcela no permitía un vestíbulo monumental, siguieron teniendo mucha importancia. Se mantenía viva la vieja idea de los promotores del teatro, había que dejarse ver en los entreactos, lucir palmito y joyas en los pasillos. Luego estaba la sala para acoger a los espectadores, con sus butacas, palcos y proscenios y, por último, la escena y sus dependencias de servicios (talleres, camerinos, ensayos, telar...). Por ahí se empezó la reforma.

Aunque la población de Avilés mantuvo un crecimiento demográfico moderado y no había gran diferencia entre la villa que encargó y la que iba a inaugurar el teatro, interesó aumentar el aforo. Eso suponía cambiar la sala, y se hizo a costa del escenario, al que se le subieron dos calles de palcos proscenios que lo enmarcan. Están literalmente dentro del escenario. Esto lo estrechó dejándolo en los nueve metros de embocadura que tiene en la actualidad. ¿Supuso una ganancia notable de aforo? Está claro que no. Son localidades, sobre todo las altas, de visión difícil y solo parcial. De hecho hoy solo se utilizan en caso de emergencia o para el servicio del propio teatro o su personal. Sin embargo fueron un buen remate para la decoración interior del teatro.

Es el segundo cambio de importancia con el que Del Busto enmendó su antiguo proyecto. Buscaba sobre todo dar mayor realce a la sala, llenarla de decoración que ocultase la estructura entre yesos y escayolas y el monumental remate de una bóveda decorada que sustituyó a la primitiva cubierta plana.

Aforo

Finalmente lo que se consiguió fue un aforo de unas 1.100 localidades. Es decir el diez por ciento de los avilesinos podían acudir a cada función del teatro. Llenarían un recinto en el que se observa una clara desproporción entre el espacio de la representación y el espacio para los espectadores. Eso visto desde hoy, claro está, puede chocar, pero si lo analizamos desde la óptica de hace cien años la perspectiva cambia.

La burguesía avilesina que inauguró el teatro era veinte años más moderna que la que lo concibió. Los jefes de Avilés ya no eran liberales dinásticos sino reformistas de Pedregal, con los resabios republicanos que los habían hecho nacer. Pero en su ser llevaban el gusto por la apariencia y la necesidad de ostentar que los había definido como clase desde siempre. Por eso el edificio acabó concebido como un espacio completo para la representación. Una representación doble. Una parte la ofrecía la compañía de turno, a un lado de la corbata del escenario y, al otro, en el patio de butacas, en los palcos y bañeras que trepaban entre decoraciones no menos teatrales, la ofrecía el público que acudía a ver la representación propiamente dicha, pero que acababa fijándose más en sus vecinos que en los cómicos. Gente, por lo común, de vida desahogada.

Y para ellos se construyó con los caudales que dejó la Guerra. Con ellos se pagaron salarios para evitar huelgas, se buscaron suministros donde no los había y, al fin, se terminó el teatro por una suma fabulosa para mayor gloria de sus filántropos rescatadores. ¡Será por perres!

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