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Un confinamiento de órdago

Pablo Ortega, que pasó un calvario hospitalario y perdió una pierna, minimiza el encierro en casa: "Solo echaba de menos el mus"

Pablo Ortega, en el parque de Las Meanas. RICARDO SOLÍS

-¿Sabes el último del coronavirus? ¡Voy contátelo! El covid-19 ye como los cuernos: unos ya lo tienen, otros lo tendrán y muchos nunca sabrán que lo tuvieron. ¿A qué ye bueno?

Una carcajada autocomplaciente remacha el chiste, uno de los que siempre tiene preparados Pablo Ortega Alonso en la recámara para romper el hielo, llenar un vacío en la conversación o levantar el estado de ánimo del contertulio de turno. El uso del humor como "desengrasante" es la seña de identidad de este jocoso hostelero jubilado que llega a esta página del periódico como ejemplo de vitalismo. Recién salidos de un confinamiento domiciliario de casi dos meses, ¿qué podría contar de la experiencia un hombre que lleva una racha de ocho hospitalizaciones, algunas muy severas, en un periodo de ocho años. "Lo que puedo asegurar es que se pasa bastante peor en el hospital, ni comparación", asevera.

Pablo Ortega, de 69 años, trabajó de visitador médico antes de dedicarse a lo que de verdad fue su pasión: la hostelería. "De visitador tenía que viajar mucho y dormir fuera de casa; no veía a la familia todo lo que quería, no era plan". explica. Así que, cuando los padres de los hermanos Castro -Jesús, Quini y Falo- le propusieron coger el traspaso del Jeskif, en la calle La Estación, no tardó mucho en decir que sí. Tras el Jeskif vino el Agora y el mesón Las Ruedas, siempre en el barrio de Sabugo y en todos los casos secundado en la cocina por su esposa, Peti Pérez Polo, y con el inestimable apoyo en la barra de su amigo del alma Pedro González Crespo.

El primer "confinamiento" que le sobrevino en la vida a este popular y hostelero avilesino fue el que le limitó físicamente obligándole a moverse en una silla de ruedas, "el Ferrari" como la llama él. "Todo fue por ser autónomo", afirma con un deje de misterio. "Sí, porque como era autónomo, el día que me pinché el dedo gordo con un cristal roto no le di importancia. Cuando el dedo empezó a hinchar, como tenía que trabajar, tomaba un calmante. Y cuando a los cinco meses el dedo estaba gordo como una patata fui por fin al médico y me dijo que me lo tenían que cortar porque la infección era terrible", aclara.

Tras el dedo gordo, tuvieron que cortarle otro porque la infección de había extendido. Y en uno de esos ingresos cogió una infección hospitalario: "Pero el covid no, ¡eh!; fue uno que se llama Marshall o algo por el estilo". En realidad se refiere a una peligrosa bacteria, no un virus, conocida como "marsa". A resultas de ese desgraciado contagio, a Pablo Ortega le cortaron la pierna izquierda: "No era lo previsto, pero cuando vieron que el 'bicho' amenazaba con comerme entero hablaron con la familia y dijeron que o pierna o paisano. Y permitieron cortar la pierna, claro. Yo ni me enteré, cuando desperté de la anestesia ya estaba así", dice señalando el muñón.

Aquel ingreso hospitalario duró 50 días -más o menos como el último confinamiento domiciliario- y estuvo aislado en la unidad de infectados, con restricciones severas a las visitas y con la vida pendiendo de un hilo. Al evocar aquellos días, las lágrimas afloran en sus ojos. "Ye que soy un llorón, no lo puedo evitar", justifica. Lo que ocurre realmente, explica a continuación, es que la excepcional situación sanitaria que vive España desde marzo pasado y el consiguiente confinamiento en los domicilios ha vuelto extremadamente tierno y sensible al hombretón que hay debajo de la careta de bromista. "No lo sé explicar ni sé por qué ha pasado, debe ser haber sentido muy cerca el cariño de la familia, el aprecio de los amigos... O haber visto tanto drama en los hospitales. No sé, pero yo salí de este encierro hecho una magdalena, lloro por todo", se sincera.

La paulatina -y en su caso incompleta recuperación de libertades dado que la silla de ruedas limita su movilidad- le ha sentado de perlas a Pablo Ortega: "Hombre, supongo que como a todos. Yo ya tenía ganas de salir a la calle, tomar un vinín... En fin, las cosas que hacía antes". Asegura que lo poco que echó de menos los días de encierro fue echar la partida de mus en el Valsa y las sidras en El Vidriero: "No ye por la sidra, ¡eh!, ye por la compañía", acota. Y obligado a puntuar lo mejor y lo peor, este experto en superar confinamientos apenas duda: "Lo mejor, y con mucha diferencia, la sanidad que tenemos en España; lo peor, creo que todos estaremos de acuerdo, los políticos. ¡Es que no se libra ni uno!"

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