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Milio Mariño

Volver al mar

La receta de las olas bravas como medicina frente a los dolores, los malos tragos y los deseos frustrados

El mar es como mi jardín. Puedo verlo desde la ventana de mi casa y si quiero y me apetece también veo atardecer. Soy un privilegiado, lo sé, pero no lo digo por presumir. Faltaría más.

Lo digo porque, precisamente, este lunes entra el verano y el buen tiempo nos permitirá no solo ver el mar sino tocarlo, sentirlo y dejar que nos acaricie la piel. Algo que es tanto como decir que la vida no está hecha de horas sino de esos momentos que luego, tiempo después, aun recordamos como si siguiéramos oyendo la música de las olas y el crujido de la arena bajo los pies.

Volver al mar es una necesidad vital. Una dependencia que, según algunas leyendas, proviene de que al mar es donde va a parar todo lo que hemos perdido: los dolores, los malos tragos, las lágrimas y los deseos frustrados. Todo acaba y cabe en la profundidad de sus abismos y todo lo devuelve purificado, obrando una especie de milagro que nunca nadie ha logrado descifrar.

Abundando en lo dicho hay quien señala que nuestra dependencia del mar es genética, que se origina entre los tibios fluidos del vientre materno, y que es por eso que siempre deseamos volver. No faltan, tampoco, quienes atribuyen la citada querencia a que la contemplación del mar es también la contemplación de uno mismo. Y, recurriendo a lo simbólico, hay quien apunta que el mar es un espejo y que, como tal, dota a todo lo que en él se refleja del atributo de una realidad idealizada y envuelta en nubes de espuma.

Sófocles comparaba el mar con las mareas de la miseria humana. Baudelaire con una metáfora de nuestra soledad. Jorge Manrique con la muerte. Joseph Conrad decía que el mar era, como los sueños, una imagen onírica de la vida misma, y Lord Jim escribió: El hombre nace y cae en un sueño como quien cae al mar.

Algo debe tener el mar cuando, a principios del siglo pasado, los médicos recetaban baños de ola para combatir la depresión, el asma y los problemas circulatorios. También ahora hay médicos que se apuntan a recetar otras cosas que no son medicamentos y recetan el mar como un buen tratamiento que, además, es barato. Es el único que proporciona bienestar sin coste alguno.

Para quienes vivimos por estos pagos, volver al mar es sencillo. Lo tenemos por vecino. Ahí están las playas, los acantilados, las olas bravas y mansas y las historias fantásticas que algunos tendrán medio olvidadas y otros nunca las habrán oído mentar. Historias como la de San Balandrán, aquella playa que estaba en mitad de la ría de Avilés y la hicieron desaparecer para favorecer el acceso al puerto.

Tampoco fue la primera vez. San Balandrán era una isla prodigio que aparecía y desaparecía como una ballena dormida. Una isla a la que arribó, allá por el siglo XIV, el santo irlandés Balandrán y sus catorce monjes. Y, aunque el santo y los monjes gustaron gozosos de aquel paraje maravilloso, no les fue concedido, por misterioso secreto, quedarse allí. Así que regresaron a Irlanda, donde murieron después de referir tan extraordinaria aventura.

Nuestra aventura, hoy que comienza el verano, es que volvemos al mar. Ojalá sea sin el engorro de la mascarilla y alejados de ese bicho que bien haría el mar si lo sepultara en lo más profundo de sus abismos.

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