Éric-Emmanuel Schmitt es un señor francés que se hizo belga hace años y que llenó de gozo el teatro intelectual europeo de finales del siglo pasado y comienzos de este. Su naturaleza francesa se nota (mogollón) en su prosa dramatúrgica, que es de largo recorrido (empezó, por ejemplo, a comienzos de los noventa). Es, por ejemplo, el de “El señor Ibrahim y las flores del Corán” y el de “Pequeños crímenes conyugales”. La primera fue el debut de Ricardo Gómez –Carlitos, en “Cuéntame”– en el teatro; en la otra salía Jorge Sanz. Las dos pasaron por Avilés.

La que se presentó antes de anoche en el Centro Niemeyer fue “Variaciones enigmáticas” que también es un drama añoso –veinticinco, más o menos–, un drama con más trucos que una escopeta de feria que parte de un planteamiento interesante que se disuelve como el hielo de un iceberg en medio del Trópico. Un escritor cabreado con la vida a un paso del Polo Norte, un periodista de pueblo, una isla perdida, una historia de amor más allá del Universo. O no. Y en este “o no” es donde Schmitt decide colocar todos los trucos que alargan y alargan el final del drama hasta ahogarlo en una falta de decoro “poético”, que diría el crítico dieciochesco Ignacio Luzán. Y así no hay manera de que uno se meta en una historia que pasa del drama filosófico al astracán y lo hace sin solución de continuidad. Menos mal que están Juan Gea y Alberto Iglesias sobre la escena.