A finales de los noventa, aún con los estudios sin terminar y animado ante la perspectiva de conocer Salamanca, participé en un congreso de filosofía antigua en la capital charra. En las acreditaciones figuraban los apellidos y la Universidad de procedencia, de tal manera que el principal organizador del evento me tomó por uno de los conferenciantes de Oviedo: el profesor González Escudero. No pude por menos que contarle a Santiago tan adulador equívoco. Su comentario fue igualmente divertido y revelador del carácter afable de nuestro inolvidable profesor: «¡Qué más quisiera yo, que tener un montón de años menos!».

Aquellos que han pasado por una Facultad de Filosofía saben que son los menos quienes asisten a clase, toman apuntes, leen los libros indicados y estudian en casa las materias de examen. Todo eso se da por supuesto y se hace, claro está, pero también entran en juego las charlas y debates en los pasillos, en las cafeterías y parques públicos, donde los estudiantes, muchachos por entonces, se entusiasman o critican acerbamente las teorías expuestas por los profesores en el aula.

Entre estos docentes pocos despertaban tal admiración y respeto, pocos podían desencadenar tantas conversaciones sobre filosofía, cine o máquinas de café como Santiago González Escudero. Uno recuerda sus lecciones con una tremenda nostalgia, su entusiasmo al hablarnos del mundo antiguo, de Sócrates y Platón, de Diógenes, Laercio o Aristóteles. Uno recuerda sus muletillas, como aquella de «hay un libro muy bonito?» (al final de la lección teníamos tres o cuatro títulos en la pizarra que nosotros tratábamos de tomar prestados inmediatamente o encargar en la librería más cercana) o el mítico «la vida, chicos».

Y somos muchos los que nunca podremos leer un fragmento presocrático, un diálogo platónico, la «Poética» de Aristóteles u otros cientos de libros sin acordarnos con inmenso cariño de Santiago González Escudero, inolvidable profesor que ya es una parte insoslayable de los mejores años de nuestras vidas.

Santiago era hombre de sólida formación filológica y recurría como nadie en sus clases a la explicación de las etimologías. «Acordarse» significa «volver a pasar por el corazón».

José Ramón González García y 19 firmas más

Oviedo y Avilés