Chacolí era un niño marioneta, el personaje principal de un pequeño teatro itinerante de marionetas que llegaba a Mieres durante las fiestas patronales y que los niños esperamos año tras año con avidez. Primero empezaron instalándolo en la plaza del Ayuntamiento (entonces plaza del Generalísimo y hoy plaza de la Constitución), y después en la pista de baile del parque Jovellanos, justo en el extremo opuesto al recinto cubierto destinado a la orquesta; en ambos casos se colocaban unas cuantas filas de sillas de madera plegables, y todos procurábamos llegar con la suficiente antelación para poder encontrar sitio en las primeras filas de sillas, el caso era estar lo más cerca posible de nuestro intrépido salvador de todos los males.

Chacolí, uno de los héroes de nuestra infancia, era un niño moreno, de cara regordeta y mejillas arrebatadas, que tenía una voz muy especial, tan especial que todavía hoy resuena viva en mis oídos. Chacolí tenía una amiga, una niña a la que él siempre tenía que salvar de los malos, malísimos, que protagonizaban la aventura del día: la bruja, con su negra vestimenta y gran capucha por la que asomaban sus blancos y desgreñados pelos, y que ostentaba una generosa aguileña nariz cuya punta le llegaba hasta la boca; la serpiente, que sigilosa se deslizaba por el borde del escenario; el dragón, el lobo, y algunas otras criaturas que se empeñaban una y otra vez en fastidiar a los demás, es decir, a los buenos. La niña tenía dos grandes trenzas rubias e iba vestida, según los días, de princesa, de caperucita, o simplemente, de niña. El caso es que era muy despistada y nunca se enteraba cuando era atacada por estas bestias inmundas; pero, con la inestimable ayuda de los niños y de Chacolí, siempre terminaba librándose de ellas. No obstante, Chacolí entraba en escena de un modo inocente y nos preguntaba a todos ¿qué tal estáis? ¿qué os pasa, por qué gritáis? Y todos desgañitados le decíamos que andaba por allí la bruja, o lo que fuera, y él, repetía una y otra vez: ¿qué decís? mientras se ponía la mano en la oreja, ¡gritad más fuerte! Y se iba siempre por el lado opuesto por el que aparecía el enemigo. Nosotros, ya afónicos de tanto chillar y temblando de miedo, no parábamos de llamarle: ¡"Chacolí, Chacolí, date prisa y ven aquí! Pero de pronto, las noticias que con tanta insistencia le anunciábamos llegaban milagrosamente a su oído, y reaparecía con su «arma invencible», una estaca con forma de diapasón formada por dos láminas de madera. La sujetaba con sus brazos por la base, y cuando aparecía el enemigo acudía con ella y decía: «¡lingotazo que te crió!», «¡toma, toma y toma? ¡a la basura!». Los estacazos nos sonaban a música celestial, no sólo por la vibración que producían las dos láminas sobre la cabeza o el cuerpo del enemigo, sino porque ponían fin a los representantes del mal, como es de rigor, venciendo al final los buenos.

Estoy segura, Chacolí, que todos los que tuvimos la suerte de conocerte sonreímos cuando pensamos en ti, por formar parte de uno de los recuerdos más entrañables de nuestra infancia.