Víctor Fernández, natural de Quirós, es hijo del tiempo. No en vano su padre fue el relojero que puso en marcha el reloj de la torre de Noreña y lo mantuvo durante años. Hace 35, ese cometido comenzó a desempeñarlo el joven Fernández, que continúa mimándolo a sus 69 primaveras: "Es una joya, y mantenerlo es también un buen recuerdo de mi padre", explica emocionado.

La historia comenzó en Ciaño, donde su progenitor, José Fernández, tenía una relojería. "Él me enseño el oficio, aunque yo luego me dediqué profesionalmente al movimiento de tierras", relata.

Víctor Fernández llegó a Noreña a los diez años. "Me crió mi abuela en Quirós, y cuando mi padre se volvió a juntar con una mujer vinimos aquí a vivir", recuerda. Corría por entonces el año 1959 y hasta seis años después no llegó la circunstancia que marcaría su vida.

"El Ayuntamiento quería arreglar el reloj, que no estaba funcionando. Se lo pidieron a mi padre y él lo puso en marcha", apunta Fernández. Durante un tiempo, acompañó a su padre en la tarea diaria de mantener y dar cuerda al reloj, construido en 1864 por José Martínez, relojero del Ayuntamiento de Bilbao.

En 1971, Víctor Fernández hubo de partir al servicio militar. Allí estuvo dos años, y a la vuelta tomó el testigo de su padre en lo referente al mantenimiento del aparato. "Tengo que conservar su legado. Para él era muy importante, una maquinaria tan especial como esta, que estaba parada y el puso a funcionar. Tenía mucho significado para él", rememora.

Pero ¿cuáles son las características de esta obra de ingeniería, que necesita un cuidado constante? "Es muy similar a un reloj de pared con pesas de los que se puede tener en casa", responde Fernández.

El mecanismo está compuesto de piezas forjadas. "Una verdadera maravilla. Hoy en día esto seguro de que ya se haría con una impresora 3D", asevera. De él cuelgan dos pesas de piedra. "La que se encarga del toque de la campana es de unos 163 kilos, y la de la hora de 136", matiza Fernández.

La labor de darle cuerda consiste precisamente en evitar que las pesas bajen hasta posarse en el suelo y el reloj se pare. "Uso un mecanismo con una manivela que reparte el peso, si no sería imposible subirlas", señala. Además de evitar que se pare, o que se pueda producir un desfase temporal, Fernández también vigila el desgaste de las piezas. "Cuando veo que alguna está ya en las últimas o está rota, se la mando a un tornero y luego yo me encargo de montarla", subraya.

La otra parte sensible del mecanismo son las piezas que están hechas de madera. "Las originales eran todas de metal, pero estaban muy desgastadas. Mi padre encargó que los carretes de las poleas se rehicieran en madera", dice Fernández.

Estas labores le llevan a pasar en la vieja torre, que data de finales del siglo XVII, unas cuantas horas a la semana. "Vengo todos los sábados a darle cuerda, pero a parte suelo estar atento por si hay algún desgaste de las piezas. No lo olvido, siempre estoy pendiente de él", cuenta.

Y si un día se le pasa, ya están los noreñenses para recordárselo. "En cuanto se descuadra un poco la hora o la campana no suena bien, ya me llaman rápidamente", agradece Fernández, que ve en esto una muestra de que "a la gente le importa y quiere que esté funcionando perfectamente".

En 35 años con visitas semanales al lugar, no es de extrañar que le hayan sucedido un buen puñado de anécdotas. Entre ellas, una de las que jamas olvidará fue cuando se quedó encerrado dentro de la torre. "Cuando entro siempre suelo dejar puesto el pasador. Un día se me olvidó. Alguien debió pasar, vio la puerta abierta y cerró creyendo que se me había olvidado", concluye entre risas Fernández. Para poder salir "tuve que llamar al Ayuntamiento y mandaron a alguien a que me sacara".

Con todos esos recuerdos, no quiere desapegarse del reloj. Sin embargo, "llegará un momento en que ya no pueda con las pesas". Cuando llegue, "tendrán que buscar a otro" y la saga familiar terminará. "Tengo tres hijas, pero tienen su trabajo y no se van a dedicar a ello", sentencia.