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Leocadio Redondo Espina

Estampas navetas

Leocadio Redondo Espina

Cuento de Navidad

Sobre la magia de la imaginación infantil

La niña me cogió por la manga de la camisa y tiró hacia abajo, indicando que me agachara.

Así lo hice, y una vez estuve situado a su altura, la peque, con aire misterioso y concentrado, acercó su carita a mi oreja, y me dijo muy bajito:

–Quiero enseñarte una cosa.

–¿Una cosa secreta? – pregunté, con aire cómplice, también en voz baja.

–Sí, secreta –me confirmó.

–¿Una cosa importante? –volví a preguntar.

–Bastante importante –me respondió.

–Ven –y dicho esto, tomó mi mano en su manita y, de esta forma, en completo silencio, como dos avezados cazadores furtivos, subimos la escalera, y llegamos a su habitación.

(Que era igual a la de todas las niñas y todos los niños cuyas familias gozaban de un buen pasar económico. Es decir, no faltaba de nada allí, antes al contrario y, por supuesto las muñecas, los juguetes y otros cachivaches de toda clase y condición rellenaban todo el espacio disponible).

La peque me soltó la mano y, con aire resuelto, se acercó a su camita y levantó la historiada colcha de punto que la cubría.

Quedó entonces a la vista un hermoso y consistente cobertor, adornado con rayas horizontales de varios colores, entre las cuales, y en el medio, aproximadamente, me pareció apreciar la existencia de un pequeño agujero.

Con el sigilo y la concentración propios del investigador, me acerqué para ver la cosa mejor, comprobando que, efectivamente, se trataba de un orificio con el hueco del tamaño aproximado como para meter un dedo a través de él, advirtiendo, al mismo tiempo, que la labor de perforar la gruesa tela se había realizado, probablemente, con tanta determinación como falta de destreza, con el resultado evidente de que el agujero, con los bordes irregulares y deshilachados, fuera, en definitiva, una obra poco meritoria desde el punto de vista técnico.

Entonces, ante la evidencia de este hecho, consumado y cierto, mantuve la serenidad y aguanté todo lo que pude las ganas de preguntar, pero, al fin, y visto que la niña me miraba sin decir nada, con el aire de seriedad propio de una persona adulta, no tuve más remedio que claudicar.

–¿Qué es? –pregunté, con verdadero interés.

–No seas tonto. Es un agujero, ¿no lo ves? –respondió la niña.

–Ya. Pero… – quise argumentar, totalmente descolocado.

–Verás. Es que, por la noche, después de apagar las luces, acerco el agujero a la cara, y por él veo cosas…

–Cosas… ¿cómo si fueran de verdad? –aventuré con cuidado.

–No, tonto. De verdad, todas de verdad –aseguró, sin asomo de duda.

Tragué saliva, para ganar tiempo y no romper el encanto, pues me invadió la impresión de que la niña, seria y concentrada, estaba en aquel momento viviendo en otra realidad, otra realidad que se manifestaba, a mis ojos, en una especie de halo mágico que creí ver flotando sobre su cabecita.

–Y, últimamente, ¿qué cosas viste? –me interesé.

–Bueno, estos días lo paso muy bien viendo por dónde vienen los Reyes Magos –dijo.

–Y, ¿ya están cerca? –inquirí, con cautela.

–No, hombre. Cómo van a estar cerca. Mira que estás tonto ¿eh? ¿No sabes que no llegan hasta el día cinco, por la noche? –me dijo.

–¡Ah, claro! Perdona, no me había dado cuenta –, me disculpé.

La niña, como un ama de casa experimentada, volvió a alisar el cobertor sobre la cama, y a cubrirlo con la colcha, por cierto hermosa, blanca, de ganchillo. Y retomó la palabra. Con la seriedad solemne propia de una persona mayor.

–Ahora, prométeme que no se lo dirás a nadie –dijo.

–Prometido. A nadie en el mundo – respondí.

-Vale – sentenció la niña.

Volvió entonces a tomar mi mano en su manita y, cuando salí de la habitación, tuve la impresión de que yo era un niño pequeño, inseguro y lleno de dudas, al que llevaba de la mano una mujer madura, sabia, segura de sí misma y convencida de su importancia en la vida.

Más, al bajar en silencio la escalera, surgió un contratiempo, pues nos alertó un ruido sospechoso que nos hizo detenernos en el descansillo, como si fuéramos dos ladrones cogidos con las manos en la masa.

Pero, esta vez, la suerte se puso de nuestro lado. Estábamos salvados, porque lo que nos llegaba, desde algún sitio, era la música, y la voz, de un villancico.

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