La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Carlos Fernández

Manolo Tarralva

En memoria de un gran asturiano

Yo tenía 14 años. Hace por tanto cincuenta y tres años. Era domingo. Acompañé a mi padre a Grao. El motivo del viaje era la compra de dos relojes de pulsera, uno para él y otro para mí. Lógicamente fuimos a Tarralva porque uno de los hermanos propietarios –Manolo– era el marido de Pili, sobrina de mi padre. Manolo era bajo de estatura, algo redondín, encantador de trato, y listo como una ardilla. Manolo me colocó a mí un reloj guapo y normal de precio –de aquella todos eran relojes de verdad–, pero para mi padre escogió una pieza verdaderamente cara. Recuerdo que cuando supo el precio retrucó todo lo que pudo pero enfrente estaba Manolo, y con ese contrincante la guerra estaba perdida. Aparte de ser un reloj suizo de extraordinaria calidad –le dijo– y que mi padre, por su nivel, no podía llevar otro –no era otra cosa que un sastre de Oviedo–, aquel reloj era automático. El último grito de la técnica helvética. Los franceses habían inventado un automóvil que funcionaba sin agua –a lo que mi padre dijo que el mérito hubiese sido que funcionasen sin gasolina, que agua había bastante– y los suizos un reloj que andaba sin necesidad de darle cuerda, como si estuviese vivo (aún no existían los que van a pilas). Una pieza sin igual. En fin, se compraron los dos relojes y tiramos para Oviedo. A los dos días vimos que la gran máquina suiza atrasaba. “Hay que mandar el reloj por una carretona del Vasco a Manolín” –dijo mi padre, y así se hizo–. A los pocos días apareció Manolo por la sastrería. “Severino –le dijo- no toqué el reloj. Sería pecado. Conozco pocos con semejante exactitud. Lo hemos tenido en observación, y es perfecto. En un reloj lo que hay que valorar es que siempre funcione igual, exactamente igual. Y este atrasa un minuto al día, ni un segundo más ni un segundo menos. Siempre ese minuto. Es, posiblemente, uno de los relojes más exactos del mundo. Es una suerte ser su dueño. Mi padre se quedó encantado con el reloj posiblemente más exacto del mundo. “Los de Grao son muy comerciantes, Manolín muy listu y tú te quedaste con un reloj que atrasa y casi tienes que vender el coche para pagarlo, Severo”, le largó mi madre. Las mujeres son de otra madera. Después fuimos sabiendo que Manolo no solo era un gran vendedor como todos los de Grao, sino una persona que luchaba de forma relevante y exitosa por su villa moscona, llevando a buen puerto importantísimas iniciativas, acciones de las que habrá, con motivo de su fallecimiento, eco sobrado. Él sí fue un asturiano grande de verdad. De los que tanta falta nos hacen. Por cierto, el reloj que le vendió a mi padre, desde hace años en mi muñeca, sigue atrasando con toda exactitud su minuto diario, algo que siempre contamos en casa y de lo que nos sentimos orgullosos, pues ya forma parte de la historia familiar. Y, créanme, en estos cincuenta y tres años jamás necesitó darle cuerda ni reparación alguna. Manolo Tarralva tenía razón, el reloj elegido por él era excepcional. Como el propio Manolo.

Compartir el artículo

stats