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Javier Gómez Cuesta

La sonrisa permanente

En memoria de Luis Marino Fernández, que vivió disfrutando de la vida, con la fortaleza de la fe y el temperamento optimista con los que se defendía de los temores pese a su salud quebrantada

Vivía disfrutando de la vida, sabiendo que llevaba encima la espada de Damocles, por su salud quebrantada. Le había dado varios sustos. Prefirió superar el miedo y no amedrentarse por lo que le pudiera sobrevenir. Su fe le daba fortaleza y su temperamento optimista le defendía de los temores. En esto era admirable. Eran más temerosos sus cercanos que él mismo. Era admirable porque nunca lo utilizó para pedir privilegios en su servicio ministerial a la Iglesia, ni puso reparo a ningún destino.

Sorprendía su talante dicharachero, alegre, comunicativo, con la sonrisa por delante. Praviano de buena cepa, nunca perdió su raíz de origen. Estudiante normal, sin agobios ni grandes esfuerzos, hizo gala de gran simpatía y buena empatía. Enseguida hacia amigos y era un agibílibus de los que sabe resolver con holgura e imaginación los problemas. Sufrido, era raro que se lamentara de nada. Quizá su peor carencia, fue despreocuparse con facilidad de su salud, que le hizo atravesar por situaciones muy apuradas, especialmente su corazón. Alguna vez estuvo asomado al balcón de la trascendencia. De carácter afable, de sonrisa amistosa y de generosidad espléndida.

Su vida sacerdotal de casi 36 años, estuvo ejercida y sembrada tanto en el occidente y como en el oriente asturiano. Nacido en Pravia el 20 de mayo de 1960, recibió la ordenación sacerdotal el 10 de junio de 1984. Comenzó su andadura por una de las zonas de más costoso acceso, pero de vida pujante y aldeas pobladas en aquellos años ochenta, en los concejos de Degaña e Ibias, en los límites montañosos y mineros entre Asturias y León, con Cerredo, Degaña, Larón, Tormaleo, Taladrid y Tablado, de arquitectura mixta rural y de bloques arracimados y poco estéticos, por donde hubo solo imaginada una salida a Ponferrada que nunca se construyó para llevar a la térmica el carbón que se sacaba. Luego pasó a la cuenca del río Navia, Villayón, Oneta y Parlero, parroquias que destacaron en los años cincuenta, cuando alcanzó su zenit demográfico hoy disminuido, por su religiosidad y sementera de vocaciones. Y donde los seglares estuvieron muy dispuestos a asumir responsabilidades y prestar colaboración. En 1997 salta al oriente, con las parroquias de Villamayor, Borines, Miyares, a las que más tarde le unen las de Sevares, San Román de Villa y limítrofes. La escasez de sacerdotes aprieta y comienza a ser un problema pendiente que hará cambiar el modo de evangelizar y de presencia de la iglesia. Ha sido su etapa ministerial más larga, de veintiún años, donde siempre se le vio contento, pero ajetreado y muy lleno de relaciones públicas y amplias amistades. Fue aquí donde su salud dio la voz de alarma.

Eso motivó que el Arzobispo le destinara como canónigo del Santuario de Covadonga buscando para él una vida más regulada y donde pudiera estar mejor atendido por los servicios domésticos comunitarios que tienen los capitulares. Especialmente, los voluntarios gozaron de su acompañamiento y simpatía. Hace unos meses, se pensó también que prestara media semana la ayuda a los enfermos en el Hospital de Cabueñes de Gijón. Para un enfermo, al que podía darle fácilmente algún susto su corazón, “el mejor punto compatible” como se usa en el lenguaje minero. Allí le esperó su momento final. Fueron solamente sesenta y dos años, pero siempre con la sonrisa por delante. Con ella, franca y natural, entrará en el cielo.

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