En los inicios del siglo XX, nuestras cuencas mineras vivieron, con una intensidad difícil de comprender desde la comodidad de nuestro tiempo, el debate sobre el derecho a la igualdad de todos los hombres con independencia de su nacimiento, lo que se plasmaba en la práctica en las reivindicaciones de los trabajadores para mejorar sus paupérrimas condiciones de vida. Como es sabido, fue el socialismo quien logró atraer a más partidarios, sobre todo a partir de 1910 cuando Manuel Llaneza decidió la fundación del SOMA, pero algunos patronos también se interesaron en el tema y apoyaron la creación de otros sindicatos, más domésticos, que huyesen de las huelgas y los conflictos y se limitasen a aceptar lo que, generosamente, les iban dando, como un regalo, sus amos.

En este empeño destacó, especialmente, el segundo Marqués de Comillas, nuestro ya viejo conocido, quien confiaba en que sus obreros debían cambiar la peligrosa idea de la solidaridad obrera por la del amor fraterno y la caridad cristiana. Corría el año 1901, cuando los directivos de la Sociedad Hullera Española, siguiendo las directrices de su católico señor, se pusieron en contacto con el padre Maximiliano Arboleya para que impartiese un ciclo de conferencias sobre el tema de «la cuestión social» a los sufridos productores de las minas de Aller.

Arboleya había nacido en Laviana, cuando aún estaba presente el recuerdo de otro cura de Villoria, fray Zeferino González -con z como a él le gustaba-, reconocido como uno de los mejores filósofos españoles de su época. Su familia, como no podía ser de otra manera, también era muy religiosa y le había mandado en la adolescencia al Seminario de Oviedo y, desde allí, con la influencia de su tío, el Obispo Ramón Martínez Vigil, a Roma, con una beca de estudios, lo que le permitió acercarse a los defensores de la encíclica Rerum Novarum promulgada por el Papa León XIII, en la que la Iglesia trataba por primera vez la situación de los obreros.

Resumiendo, a sus treinta años ya pasaba por ser un experto en la doctrina social de la Iglesia, la misma en la que inspiraba don Claudio, el marqués, y por eso se le llamó a Bustiello. El clérigo aceptó encantado y expuso en el poblado sus ideas sobre la necesidad de impulsar los sindicatos católicos si se quería frenar el avance del socialismo, pero resultó que sus planteamientos eran demasiado realistas y hacían tanto hincapié en la defensa de los intereses del proletariado, que los directivos, sorprendidos por lo avanzado de su discurso, decidieron no volver a repetir la experiencia.

No fue éste el único desencuentro del de Comillas con el de Laviana. En los años siguientes, el prestigio de Maximiliano Arboleya fue creciendo entre los trabajadores católicos, gracias a sus constantes artículos de prensa y a sus charlas por toda Asturias defendiendo la creación de sindicatos independientes de los patronos. Frente a él, estaban, lógicamente los socialistas, con los que mantuvo una constante polémica, y los intelectuales partidarios del laicismo, como los profesores de la Extensión Universitaria Buylla, Posada, Altamira y el mierense Aniceto Sela, contra los que escribió en 1904 el folleto «En las garras de cuatro sabios», pero también los sectores ultraconservadores de la propia Iglesia comandados por el propio marqués de Comillas y la todopoderosa Compañía de Jesús.

Todos, y especialmente estos últimos, cargaron contra él cuando en 1905 falleció su tío obispo y se quedo solo en la defensa del compromiso social de la Iglesia católica y del sindicalismo de inspiración cristiana.

Arboleya y el marqués volvieron a verse de nuevo en 1912, dos años después de que Manuel Llaneza hubiese fundado el SOMA. El crecimiento de esta organización era imparable y anulaba incluso a la Agremiación Obrera Católica dirigida por el popular Samuel Fernández Miranda que se había constituido tras la «huelgona» de 1906, logrando una considerable implantación en la Fábrica de Mieres. Don Claudio quería impedir, por todos los medios, que sucediese lo mismo en el Coto de Aller, así que empleando como mediador a su primo Santiago, entonces gerente de la empresa, volvió a recurrir al cura lavianés para que le orientase en el planteamiento de una nueva organización confesional que pudiese servir para frenar a los socialistas. Como no podía ser de otra manera, el resultado de la entrevista fue negativo, ya que éste presentó unos estatutos que recogían entre otros puntos que alarmaron al de Comillas, el derecho a la huelga y la posibilidad de tomar decisiones con independencia de los patronos.

El pensamiento de Arboleya pasaba por la fundación de sindicatos obreros independientes en la industria y la agricultura que desempeñasen ese papel sin disimulos y así lo defendió constantemente en sus intervenciones públicas y desde sus artículos de prensa, especialmente en El Carbayón e incluso en periódicos fundados directamente por él como «El Zurriago Social», «Justicia Social» o «Asturias Agraria».

Un ejemplo de esta actitud podemos leerlo en el capítulo titulado «Como se apoderaron los socialistas de nuestra Fábrica de Armas y de la de Mieres» en su libro «El caso de Asturias». En él, después de lamentarse por la deriva hacia el marxismo de los obreros de Trubia, Arnao, Duro Felguera, Turón o Gijón, cuenta como recibió la visita de una comisión de mierenses que pertenecían a la Agremiación y que estaban interesados en ingresar en la Federación de Sindicatos Independientes que estaba bajo su control.

La crítica de Maximiliano Arboleya explica bien la diferencia entre los dos proyectos: «No me extraña que la Agremiación no les lleve a donde pretenden ir, pues no ha sido ni puede ser instrumento apto para semejantes transportes?tiene fin religioso; será pues, una Hermandad, una Cofradía, una Congregación piadosa, algo muy laudable, pero no un Sindicato obrero, que ha de tener por objeto reunir los trabajadores de una misma profesión para defender los intereses comunes?» Y, ante la insistencia de sus interlocutores, acabó explicándoles la conveniencia de fundar en Mieres, no uno sino por lo menos dos sindicatos obreros católicos: uno de metalúrgicos para la Fábrica y otro de mineros.

El religioso manifestó también su disposición para ayudarles en todo, pero con la única condición de que los patronos quedasen al margen del proyecto, sin asistir a las reuniones y sobre todo sin dar ni una peseta a los sindicatos para que éstos fuesen verdaderamente autónomos. Como pueden suponer, don Claudio y los suyos pusieron el grito en el cielo y Arboleya se quedó sin entrar en Mieres.

Cuando ambos volvieron a encontrarse, ya en 1916, el lavianés no tuvo pelos en la lengua a la hora de exponer las consecuencias que podía tener aquella cerrazón y puso en conocimiento del marqués que los metalúrgicos, convencidos por los socialistas, estaban organizando en la Fábrica un sindicato de carácter socialista, pero dar marcha atrás ya era imposible. Unos meses más tarde, ya eran mil doscientos los asociados y la empresa se veía obligada a negociar una subvención de ciento ochenta mil pesetas para cooperativas y escuelas laicas. «Supongo que los patronos estarán encantados y muy satisfechos de no tener que tratar con un Sindicato católico», se lamentaba irónicamente Arboleya.

Después de aquello, la distancia entre los dos hombres se mantuvo hasta que la muerte se llevó al aristócrata. En 1918, la Asociación Católica se convirtió en el Sindicato Católico de los Obreros Mineros de Asturias, integrado en una Federación nacional controlada por los jesuitas y su enfrentamiento abierto con el SOMA culminó en los desgraciados sucesos de 1920 en Moreda, que trataremos otro día con detalle.

Maximiliano Arboleya respetó tanto a la Dictadura de Primo de Rivera como a la República porque dejaron libertad a sus sindicatos, e incluso en este periodo no tuvo inconveniente en exponer su doctrina en los centros obreros y Ateneos controlados por socialistas y comunistas; cuando cambiaron las tornas incluso tuvo que hacer frente a un expediente abierto por el gobernador civil, el comandante Caballero, bajo la acusación de haber expresado en la prensa y la radio opiniones peligrosas. Finalmente se encargó del asunto el Tribunal Eclesiástico, que tuvo en cuenta su prestigio, y cerró el caso, luego pasó a un discreto y obligado segundo plano hasta que en 1951 falleció en Meres, un lugar del concejo de Siero, y no en Mieres, como dicen muchas de sus biografías, pero supongo que eso, a estas alturas, es lo de menos.