Hace muchos siglos ya decían los clásicos que no había nada nuevo bajo el Sol, que todo estaba ya hecho y la Humanidad no hacía otra cosa que repetir una y otra vez las mismas cosas. Si les digo que hay un sector del catolicismo español alarmado porque el estudio de su religión pierde importancia en las escuelas, seguro que no les sorprendo; como tampoco añado nada que ya no sepan si les recuerdo que algún grupo político ha salido a la calle con el apoyo de los obispos y piensa repetirlo en más ocasiones para manifestar su oposición a los planes del Gobierno sobre este asunto.

Lo que seguramente desconozcan es que hace más de cien años ya se suscitaba esta misma polémica y a la cabeza de quienes se angustiaban entonces por los intentos de separar lo civil de lo religioso estaba, como no podía ser de otra manera, don Claudio López Bru, el segundo marqués de Comillas, habitual de esta página y cuya sombra es aún tan alargada que aunque ustedes no lo crean es el único personaje que me ha traído enemistades por escribir sobre él, y eso que procuro hacerlo siempre de la manera más aséptica, porque a fuerza de encontrármelo en cada esquina he acabado cogiéndole un cierto cariño.

Bueno, pues la historia de hoy ocurrió el 29 de junio de 1901, cuando el excelentísimo marqués organizó una peregrinación infantil religioso-patriótica a Covadonga con el fin de responder «a las tempestades que contra la Religión y contra la Patria se desatan en estos aciagos tiempos en nuestro país». Como ven, es la misma idea que hoy se enarbola en las macromanifestaciones de Madrid, pero seguro que ustedes quieren saber dónde se veía la amenaza en un tiempo tan alejado de la Educación para la Ciudadanía y de las leyes de educación que hoy nos rigen y que, por cierto, vistas desde dentro, hacen agua por partes más serias para la formación de los chavales que las que inquietan a algunas sotanas (afortunadamente no a todas) y a cierto locutor radiofónico que es más cojitranco de mente que de pierna. Lo que causaba la alarma en aquellos días no era otra cosa que la fundación en Cataluña de la llamada Escuela Moderna, una idea del pedagogo Francesc Ferrer i Guardia, que acabaría pagando con su vida y que traía entre otras novedades la convivencia de niños y niñas en las mismas clases, la desaparición de la segregación social y la ausencia de su temario de la asignatura de religión.

El marqués, siempre con un pie puesto en Barcelona, conocía de sobra que los catalanes habían sido pioneros al defender el laicismo y que de allí había partido la idea de proclamar la libertad de culto en la Constitución nacida de la Revolución de 1868, pero esto era otra cosa: juntar en los mismos pupitres a los jovenzuelos de ambos sexos era incitar claramente al pecado y lo que se hacía en la escuela de Ferrer sentaba un precedente peligrosísimo: alguien le había contado como ejemplo que en el aula se exponían dos esqueletos -un hombre y una mujer- para que los alumnos contasen sus costillas y al ver que eran las mismas echasen abajo la enseñanza bíblica de que Eva había salido de una de las de Adán.

Había que actuar rápidamente, y Asturias, donde la Iglesia gozaba de buena salud, podía ser un buen lugar para llamar la atención del catolicismo patrio. Se contaban en aquel momento en su territorio nada menos que 969 parroquias con 168 filiales y 2.367 capillas, y las vocaciones tampoco flaqueaban: 1.599 sacerdotes, 751 religiosos, 347 seminaristas mayores y 96 menores. Y el corazón de todo esto estaba en Covadonga, donde se iba a consagrar el 8 de septiembre el nuevo templo y se trabajaba en diferentes proyectos para la basílica, un túnel, la carretera, el hostal? un conjunto para resucitar allí «la patria nueva sustentada por una fe tan inquebrantable y poderosa como la de los mesnaderos de Pelayo».

A las tres de la madrugada de aquel 29 de junio y según el horario espartano planeado por don Claudio, comenzaban a moverse los pequeños peregrinos que prácticamente en su totalidad nunca se habían alejado tanto de casa y para los que el viaje suponía una aventura. Hubo tiempo holgado para repartir los billetes y desfilar hasta Ujo, en formación y de uniforme: los niños con traje de rayadillo, gorra con visera, alpargata blanca y calcetín negro, y las niñas de traje azul marino con adornos blancos, alpargata blanca y media negra. Nada menos que 19 coches de pasajeros se llenaron con los pequeños y sus acompañantes adultos, entre los que estaba el Orfeón de las Minas de Aller.

La importancia que tuvo aquella peregrinación queda demostrada por las atenciones oficiales que fue recibiendo en su itinerario. En Mieres, antes del amanecer, ya estaba a pie de andén el alcalde Manuel Gutiérrez con las personalidades de la villa y la correspondiente banda municipal y todas las campanas de las parroquias cercanas a la vía repicaban al paso del convoy; en Oviedo encabezó el recibimiento el gobernador civil acompañado también del alcalde de la capital y del marqués de San Feliz, Alejandro Mon y otros aristócratas y representantes de la derecha regional y también del teniente coronel, el comandante y la oficialidad de la Guardia Civil y, por supuesto, de todas las autoridades religiosas, que tras detener el tren iniciaron un desfile al que se sumaron los niños del catecismo ovetense hasta llegar a la Catedral, donde tuvo lugar una misa solemne. Al leer los detalles de la ceremonia y la procesión en la que tuvo un papel destacado la Banda de Música del Regimiento del Príncipe, llama la atención el detalle de que «al pasar por delante de la Universidad se izó la bandera por orden del vicerrector señor Canella», un hecho que no casa bien con el argumento de los furibundos ataques contra la Iglesia de que se acusaba a algunos profesores de esta institución, entre los que estaba el propio vicerrector, conocido librepensador y miembro de la masonería.

No me resisto a transcribir unas palabras del sermón catedralicio, pronunciado por el provisor del Obispado don Ángel Regueras, para que vean cuál era el tono que marcaba la idea de la peregrinación: «Pidamos con todo fervor a la Virgen por el Sumo Pontífice, que desde su prisión oye los rugidos de la apostasía, amargando las horas de su venerable ancianidad; por el excelentísimo prelado que da esta prueba de cariño esperándoos en el venerado santuario; por el prócer ilustre, por el gran cristiano y caballero señor marqués de Comillas que os proporciona ocasión de visitar la santa cueva».

Y veamos ahora, ya en Covadonga, las palabras del prelado ovetense, quién recordó a los pequeños que se encontraban en la «cuna de la Reconquista, lugar de donde salió el primer grito de guerra contra la morisca raza y en donde nuestros padres lucharon con verdadera fe contra los enemigos de su patria y religión». Como ven, esta opinión no resulta original en nuestros días y podía ser firmada sin reparos por don Gustavo Bueno; pero más llamativo es el recuerdo público de la falta de descendencia de don Claudio, algo que ahora sí rozaría el mal gusto: « ¿A quién debéis el placer de pisar este suelo mil veces bendito? A un ilustre prócer, a quien si Dios no dio sucesión, dotó en cambio de un alma grande, de unos nobilísimos sentimientos, sentimientos de caridad cristiana que le conducen a repartir sus riquezas de manera admirable entre sus obreros y los hijos de éstos, al excelentísimo señor marqués de Comillas, que se desvive por vuestra educación y por vuestro bienestar».

No faltaron en Covadonga, como es de suponer, los actos religiosos que siguieron al día siguiente con una misa solemne y la conducción de la Virgen a la Cueva. Finalmente la peregrinación infantil acabó teniendo el éxito mediático que se esperaba y fue recogida no sólo por la prensa nacional sino por diferentes revistas católicas de todo el mundo. Por otra parte, el acto también supuso la resurrección del santuario, que tras unos años de decadencia volvió a recuperar un fuerza de atracción que ya no iba a perder; pero lo más importante, seguramente, estuvo en la experiencia de los niños que la vivieron y que muchos años después aún eran capaces de recordar alguna de las estrofas del himno que se compuso especialmente para la ocasión y que tampoco tienen desperdicio:

«El fiero agareno / la España invadió / y ciego de orgullo / a Asturias llegó.

Allí el godo altivo / unióse al astur / contra el yugo infame / de la esclavitud.

Las huestes ordena / el vil Alkamah / hasta el monte Auseva/ osando avanzar»

Y así cien versos. Una lección de historia?