A veces se simplifica la historia de la Montaña Central dividiéndola en dos períodos: antes y después de la minería del carbón. El después lo conocemos todos porque aún estamos viviendo sus últimos años: fábricas, minas, trabajo, muchos habitantes, comercio y vitalidad, y también humo, escombreras, contaminación y ríos sucios, en un contrapeso que se llevaba con resignación porque los beneficios económicos eran mayores que los perjuicios; el antes se reduce a la vida de aldea, ganadería y agricultura. Y, sin embargo, las cosas no son tan simples: hace 2.000 años, cuando nadie pensaba todavía en explotar la hulla de nuestros montes, ya había aquí minas y mineros, aunque entonces se dedicaban a explotar otros minerales.

Floro, un historiador romano que por su nombre bien podría ser vecino de Laviana o Cabañaquinta, dejó escrito sobre la tierra de los astures que contenía en abundancia oro, bórax, minio y otras materias colorantes, y que por ello Augusto mandó explotar su suelo. El oro se extraía en grandes cantidades en los de la zona occidental, mientras que aquí no existen restos de que se haya buscado, aunque algunos fosos defensivos en castros de las Cuencas, como el de Otero, en Lena, fueron construidos con la técnica de ruina «montium», típica de esta minería, y existen tradiciones sobre antiguas explotaciones y fundiciones del «oro de los moros» en varios puntos, sobre todo del concejo de Aller, e incluso un par de hallazgos: un anillo fechado en el Bronce Antiguo que se encontró en un túmulo de la Mata'l Casare, entre Lena y Quirós, y el magnífico torques de Langreo, que ya hemos tratado desde esta página en otras ocasiones.

Lo que sí buscaron y obtuvieron aquí fue el minio, un mineral protegido directamente por el dios Mercurio, y también el cobre y el hierro. Veamos primero algo sobre estos dos minerales: en Asturias se han localizado y estudiado dos minas de cobre explotadas desde la antigüedad: una es la de El Milagro, en Onís, fuera por lo tanto de nuestro ámbito territorial; la otra está en el monte Aramo y muestra señales de actividad desde la última etapa de la Prehistoria. Este yacimiento, que se encuentra a 1.200 metros de altitud y cerca de la aldea de Llamo, ya en el concejo de Riosa, resulta importantísimo por su relación con los castros del valle del Huerna e incluso con otros más alejados, como el Cuita Santana, en Mieres, y desde luego con la actividad metalúrgica del bronce que se desarrolló en el alto Nalón.

Tampoco podemos descartar la posibilidad de que el cobre se haya explotado en otros puntos, como la zona de Riospaso, en el concejo de Lena, donde también se ha localizado un yacimiento de carbonato de cobre con las mismas señales de laboreo e instrumentos parecidos a los de la mina de Llamo, junto a algunas monedas romanas.

En cuanto al hierro, los yacimientos son abundantes en las Cuencas, pero su explotación parece haber sido tardía. Algunos castros, como el de Les Mueles, de Llanos, o el de El Castiechu, de Felechosa, ambos en Aller, se emplazan en un entorno rico en minerales férricos y mantienen todavía leyendas sobre su explotación, por lo que no podemos dejar de lado la posibilidad de que algunas se basen en tradiciones reales.

Otras evidencias más claras las tenemos en el valle del Nalón, donde en unas peñas cercanas al castro de El Cerco de Laviana se evidencian restos de una explotación minera de hierro de gran antigüedad, con el sistema de extracción en frente, esto es, sin túneles ni galerías, lo que apunta hacia las técnicas empleadas por los astures, e igualmente en el Picu Castiellu, en La Rionda (Langreo), también se ha recogido una escoria metalúrgica dentro del recinto castreño. Lo que queda por ver es si esta actividad indígena siguió después de la romanización o acabó desapareciendo cuando las minas pasaron a depender del control imperial.

Con todo, lo más buscado por los romanos fue el cinabrio, fundamental para la amalgama del oro y porque de él obtenían el bermellón, un colorante rojo muy apreciado en el Imperio que se usaba en pintura, tintes, decoraciones, usos medicinales, decoración de documentos e incluso para el maquillaje de las matronas.

El cinabrio es un sulfuro de mercurio que aparece junto con estériles u otras sustancias de valor como el rejalgar y precisa de una manipulación posterior en dos partes: la preparación mecánica de la mena y la destilación. Se extraía en condiciones muy duras en túneles y pozos muy reducidos, donde era preciso trabajar tumbado o en cuclillas en medio de polvo venenoso y su toxicidad ya era conocida por los antiguos, que obligaban a quienes lo manejaban a tapar su rostro con vejigas para protegerse; por ello los mineros eran siempre esclavos rebeldes, condenados a trabajos forzados o a muerte o aquellos adversarios caídos en desgracia que querían hacer desaparecer. No olviden que, según la mitología, el dios Mercurio era tan cruel que se alimentaba de sus propios hijos.

Una prueba material de que los romanos lo explotaron en Mieres es el hallazgo en la mina de La Peña de Mieres de dos picos de piedra y varios de hierro de sección prismática y acabado en pico por un extremo junto a tres monedas de cobre pertenecientes al Bajo Imperio. La noticia se publicó en 1882 en «La Ilustración Gallega y Asturiana», pero en el artículo no se daban más referencias sobre estas piezas y ni siquiera se aclaraban el momento ni las circunstancias de su aparición, que pudo ser bastante anterior, ya que este yacimiento estaba en funcionamiento en época moderna al menos desde 1839.

La importancia del minio en la antigua Roma era tal que para evitar los fraudes el que se obtenía en la Bética, la otra zona de la Península donde se explotaba, se enviaba precintado a Roma, donde se transformaba en unos talleres situados entre los templos de Flora y Quirino; pero con el de la cuenca del Caudal no es descabellado suponer que pudo destilarse cerca de las propias minas para utilizarlo con el oro obtenido en el occidente asturiano.

La labor se realizaba beneficiando el azogue en vasijas de barro, un trabajo peligroso que volvió a emplearse a mediados del siglo XIX con devastadores efectos para los obreros afectados por los gases arsenicales, y en relación con estos procesos se conservan en el concejo algunos topónimos vinculados a la existencia de pequeñas fundiciones, para los que no parece encontrarse otra explicación. Así, La Coca proviene del verbo latino «coquo», una de cuyas acepciones se traduce como someter al fuego o quemar, y Los Forniellos, que se repite en varios puntos -uno de ellos muy próximo al castro de Santana, que es el de mayor tamaño de Mieres- también indica la existencia de algún tipo de hornos de reducido tamaño.

No hay motivos para suponer que la evolución de la actividad minera del cinabrio haya sido diferente a la del oro asturiano, y en consecuencia debemos pensar que su momento de mayor auge tuvo que darse entre la segunda mitad del siglo I y el principio del II, antes del parón que sufrió la economía del Imperio y que se prolongó en el siglo III acarreando el cierre de todas las minas ante la imposibilidad de transportar los minerales, y principalmente los más valiosos, por unos caminos que habían dejado de ser seguros.

Luego hubo que esperar siglos para que se volviese a hablar de mercurio en la Montaña Central. En 1843 se creó la Unión Asturiana, para la explotación de todos los minerales que pudiesen ofrecer alguna rentabilidad en Asturias, entre ellos el cinabrio, y al año siguiente en que se iniciaron las actividades de la Asturiana Mining Company en Lena y Mieres, que adquirieron varias concesiones en las proximidades de Muñón Cimero e instalaron un horno de cámaras para su destilación en Mieres en 1848.

Otra fecha clave fue 1878, cuando se fundó Minas de la Soterraña, filial de la antigua Anglo-Asturiana, que también se centró en la zona de Muñón Cimero, donde construyó una planta para tratar los contenidos de arsénico y del mercurio. Luego vino una historia que no por conocida deja de ser compleja, con una sucesión de empresas que fueron turnándose en esta actividad.

Los mineros del Caudal siempre consideraron el mercurio como de segundo rango con respecto al carbón, cuando no como un último recurso, debido a la peligrosidad que entrañaba y que todos conocían. Del lado de los empresarios, la rentabilidad también era mucho más aventurada, de manera que la explotación del cinabrio siempre estuvo afectada por los altibajos marcados por el mercado internacional y, sobre todo, por los conflictos bélicos.

Finalmente, las normativas sobre medio ambiente acabaron acorralando a un sector cuyo desarrollo traía implícitos graves riesgos para la salud y el medio ambiente, y en 1974, cuando se cerraron las últimas instalaciones de la Soterraña, el mundo del dios Mercurio pasó por segunda vez al cuarto oscuro de la historia.