Cuando uno va llegando a viejo -los hay que ya me lo achacan-, se acuerda de algunas cosas y frases que, incluso, sirvieron como enseñanza sin comprender del todo lo que significaban. Era muy pequeño, cuando un día le hoy decir a mi padre «que el vino era el abrigo de los pobres». Claro, en una casa donde no era norma tomar vino en las comidas y, como decía aquel amigo bromeando, «ni en las bebidas», tenía que empezar a saber de dónde salía el extraordinario zumo fermentado de la uva y eso sería mucho para un crío de?, ¿5 o 6 años como mucho? Por supuesto que un abrigo sí sabía lo que era por suerte, pero lo que es un pobre en toda la extensión de la palabra de aquellos años 49/50 del pasado siglo, creo que tampoco llegaba mi entendimiento a tanto. Sin embargo y no mucho más allá, pongamos 8 o 9, sí veía a diario no la pobreza, sino la miseria y el hambre personificados en aquellas colas que se formaban en el comedor de «Auxilio Social», en la esquina de las calles Independencia con Marqués de Pidal. Creo que en alguna otra ocasión les hablé de ese triste recuerdo que tendré grabado mientras viva. Hoy, quizá sin llegar a tanto infortunio como el de aquella época tan dura, han vuelto a renacer los comedores sociales, como ustedes ya conocen, en parroquias, ayuntamientos y otros organismos eclesiásticos o laicos. El paro ha vuelto a enseñar sus dientes y aún no se le conoce un atisbo de luz al fondo del negro túnel. Y por si fuera poco la desgracia, el Polo Norte nos envía un gélido ventarrón que nos hace crujir los huesos. No hay abrigo que ampare suficientemente tal frío y, aunque en algún momento sale el sol, éste no tiene fuerza aún para calentar apenas unas pocas horas dada su inclinación invernal. Y los pobres, no tienen ni abrigo.

Coincidiendo con aquellos días tan fríos, vi venir a una conocida señora. Era mediodía y el astro rey no podía con el viento que soplaba con ganas desde más arriba de la sierra madrileña. La señora es de cierta edad, mayor que yo sin duda, que iba en zapatillas, aparentemente unas medias negras y gruesas tapaban sus piernas, una falda se movía ligeramente al aire que entonces hacía y su cuerpo lo abrigaba una simple chaqueta de punto de color beige. Ella, además, no estaba cerca de su casa precisamente. Me disponía a saludarla, pero hizo un ligero movimiento de cabeza y me evitó. Yo pienso que de vergüenza, pero el que realmente la pasó fui yo ante aquella, valga la expresión, «pobreza andando». Yo, con abrigo, bufanda y buen calzado incluso sentía frío, se me vinieron a la cabeza todas aquellas vicisitudes y angustias de quien no tiene tan siquiera una chaqueta de paño, aunque sea más vieja, usada, pero con más abrigo, ni unos zapatos que puedan calentar tan siquiera un poco sus pies. Y me acordé de mi padre y de la frase que les conté en el primer párrafo. Pero no quiero acabar así, porque el ánimo hay que levantarlo con una real anécdota, en esta ocasión contada por mi madre, pero en relación directa con el artículo.

A la vuelta de mi casa y una vez a la semana, entraba un pobre a pedir en aquella opulenta tienda de ultramarinos. La dueña y sobre todo aquel día que no estaba de buen humor, le extendía de mala gana unos centimillos, a la par que le decía: «Tome y ahora seguro que va a en frente a gastárselo en vino». Ya saben, la imbecilidad del opulento. A lo que el pobre contestó con la mayor inocencia: «No, no señora, yo voy un poco más arriba que lo tienen más bueno». Con vulgaridad, acabo: ¡Toma castaña!