Víctor Guerra, el investigador más activo con que cuenta actualmente la Masonería peninsular, acaba de publicar un trabajo sobre el activo papel que jugó en la fraternidad uno de los hijos del mierense Andrés González-Blanco Moro, quien según contó en su día Constantino Blanco «Españolito», en su magna obra Escritores y artistas asturianos, había nacido en Valdecuna en 1838.

Don Andrés fue un destacado pedagogo del siglo XIX y escritor, lo mismo que sus tres vástagos, Edmundo, Pedro y Andrés. De este último -que, aunque lleve el mismo nombre, no debemos confundir con su padre- se ha ocupado Víctor, haciendo hincapié en su membresía masónica. Hoy, quiero traerles hasta aquí unas notas sobre las vidas de todos ellos porque a pesar de que se trata de una familia con raíces en la Montaña Central, aquí son completamente desconocidos. El espacio de que dispongo fuerza a la brevedad, pero aún así creo que podrán darse cuenta de la talla intelectual de todos ellos, plasmada en una extraordinaria producción literaria.

Los González-Blanco descendían de una casa de humildes campesinos del valle de Cuna, como ya les adelanté. Los abuelos, Tomás y Teresa, tuvieron once hijos, y el benjamín fue precisamente el primer Andrés, que, siguiendo una costumbre frecuente en aquellos años, quedó bajo la protección de uno de sus hermanos mayores, encargado de mantenerlo y darle estudios. Se llamaba Pedro y era cura párroco en el pueblo de Viodo, en el concejo de Gozón.

Gracias a él, inició en Oviedo los cursos de maestro elemental y terminó en la Escuela Normal Superior de Madrid el año que le faltaba para graduarse como educador de niños sordomudos y ciegos. Por esta especialización lo llamó el filántropo Mariano Pola cuando se formó el cuadro de profesores de la escuela del Santísimo Cristo del Socorro de Luanco y, dicen sus biógrafos, que precisamente se estrenó hablando en público en la ceremonia de aquel día, el 24 de junio de 1870.

En Luanco estuvo quince años, como profesor de Instituto y director de aquella Escuela Modelo, y allí se casó con María del Carmen Gutiérrez. Esta fue su etapa más fecunda como poeta, orador y escritor de libros de texto escolares, lo que le llevó a conocer al político Alejandro Pidal y Mon, personaje todopoderoso en la Asturias del caciquismo. Los dos hicieron buenas migas y gracias a él fue nombrado inspector de primera enseñanza en Cuenca, teniendo que abandonar durante algún tiempo la costa luanquina.

Cuando murió el 30 de diciembre de 1895, dejó en una mala situación económica a los suyos a pesar de que había publicado tres obras de cierto éxito: Fábulas y cuentos morales; Ortografía teórico-práctica, que contenía las reglas antiguas y nuevas de la Real Academia y otras que él había descubierto en la práctica de la enseñanza, y Nueva Gramática castellana, un método racional teórico-práctico de la lengua que fue muy empleado por los maestros de toda España y se reeditó varias veces.

Edmundo González-Blanco fue el primero de sus hijos, nacido en Luanco en 1877. Según dejó escrito él mismo, se llamaba así porque mientras duró su gestación, sus padres estaban leyendo una novela en la que el protagonista era un inglés de ese nombre. También hizo los primeros estudios en Luanco, con la idea de cumplir el deseo paterno de que fuese marino, hasta que todos tuvieron que trasladarse tierra adentro por el ascenso de su padre y se pensó que su porvenir debía salir del seminario de Cuenca. No le quedó otro remedio que obedecer, pero en cuanto pudo lo dejó, así que cuando andaba ya por el tercer curso de Teología, colgó la sotana para concluir el bachillerato y matricularse en Filosofía y Letras en Madrid.

La fatalidad quiso que aquel mismo año muriese su padre y con él cualquier posibilidad de costearse los estudios, con lo que tuvo que dejar la carrera para incorporarse al servicio militar. Aunque el ejército no estaba hecho para él, de modo que cuando llevaba 8 meses en el cuartel de la capital manchega, un lío de faldas le hizo cambiar otra vez de rumbo. Según parece, le echó los tientos con éxito a una moza que ya cortejaba un sargento y este, al sentirse agraviado, lo acusó de una falta para poder abofetearlo. Edmundo respondió lanzándole una palangana al rostro y tuvo que huir a Francia hasta que se le acabaron los pocos ahorros que tenía. Entonces regresó para pagar por su deserción.

De aquella pudo salir con una pena de dos meses de prisión, gracias a las amistades políticas que había hecho su padre, pero al año siguiente volvió a reincidir con todas las de la ley pensando en residir en Marsella. Así lo hizo, aunque su espíritu aventurero le impulsaba a viajar y volvió a ser detenido y condenado en España; esta vez a siete años, de los solo cumplió tres en un presidio militar de Lanzarote, dedicándose a enseñar a leer a los otros penados.

De allí salió con una novela concluida y la determinación de que iba a dedicar su vida a la literatura. Se quedó en Luanco para intentarlo, pero otra vez se topó con un asunto de alcoba y en 1902 tuvo que trasladarse hasta Madrid huyendo de la persecución de un indiano viudo y celoso que había regresado de América. El individuo, a pesar de ser tío carnal de la que habría ser su esposa, María Luaces, la pretendía con tal ansia que llegó a agredir a Edmundo para que le dejase el camino libre.

Por fin triunfó el amor y pudo volver a Asturias para casarse en medio de grandes dificultades económicas, lo que le forzó a viajar por España y Portugal dando conferencias, trabajando en traducciones, y escribiendo nada menos que 66 libros, la mayoría por encargo, hasta que murió en Madrid en plena guerra civil.

El segundo hermano fue Andrés, nacido en Cuenca en agosto de 1886, aunque también se crió en Luanco, donde la familia retornó poco más tarde. Su biografía es mucho más tranquila que la de Edmundo, aunque coincide en algunos puntos, puesto que igual que él ingresó en el seminario, en este caso en Oviedo, y lo dejó para desplazarse también a Madrid a hacer Filosofía y Letras, dejándolo antes de concluir ningún estudio.

Como su hermano, se dedicó a las colaboraciones en prensa, tanto en Madrid, como en Asturias, especializándose en acoger a los escritores hispanoamericanos que frecuentaban la capital, fue también ensayista, miembro destacado del Ateneo madrileño, poeta, polígrafo de fecunda producción y sobre todo vividor, si hacemos caso a Jorge Luís Borges que lo describió en uno de sus escritos como un verdadero dandy. Murió en 1924, algo que según las investigaciones de Víctor Guerra no les debió importar a quienes lo condenaron por su pertenencia a la masonería en 1944, cuando ya llevaba 20 años enterrado, a 14 años de cárcel.

Y masón fue también el tercero de los hermanos, Pedro González-Blanco, objeto del libro de Víctor. Fue el más longevo; nacido en Luanco en 1879, inició, como los otros, estudios de Filosofía y Letras en Madrid y también abandonó para intentar en Cuba el camino de la emigración. Luego retornó a España y según el «Españolito» estuvo entre los miembros más jóvenes de la generación del 98.

En 1908 volvió a América, recorriendo el continente antes de participar en la revolución mexicana, país en el que fue asesor del presidente Venustiano Carranza. De nuevo en casa, trabajó como periodista y fue traductor de autores tan prestigiosos como Nietzsche o Baudelaire, pero la posguerra le forzó a cruzar una vez más el Atlántico y también recibió en el exilio la noticia de que había sido condenado a 20 años de prisión por sus actividades masónicas. Volvió para morir en 1961 en Villaseca de La Sagra. Ya lo ven, una familia de verdaderos intelectuales que merece más espacio.