Como es sabido, al morir el rey Fernando VII los españoles se enfrentaron en la Primera Guerra Carlista agrupados en dos bandos: uno en torno a su hija, la futura Isabel II, representada en aquel momento por su madre la regente María Cristina de Borbón y otro a favor del pretendiente Carlos María Isidro de Borbón, hermano del fallecido y por lo tanto tío de su rival. Incluso se ha llegado a decir que desde ese momento ya nunca nos hemos vuelto a poner de acuerdo y que aún vivimos hoy las consecuencias de aquel enfado entre Borbones.

El caso es que aunque los choques armados se extendieron a la mayor parte del país, afectaron más unas zonas que a otras y tuvieron una intensidad muy distinta, ya que mientras hubo regiones que vivieron verdaderas batallas, en otras la violencia solo se produjo ocasionalmente. Este fue el caso de Asturias, donde no se puede hablar de guerra abierta en este período, sino de saltos aislados protagonizados por partidas integradas casi siempre por campesinos azuzados por la pequeña nobleza rural, los curas de las aldeas y algunos militares contrarios a las ideas liberales.

Entre estos últimos, destacaron por sus acciones en la Montaña Central José Villanueva, quien llegó a entrar en Sama de Langreo con mil hombres, y el capitán de caballería Francisco Suárez Baíña, responsable de múltiples acciones de guerrilla contra el régimen establecido y famoso por haber liberado a los carlistas presos en la cárcel de Laviana. Hoy les vamos a contar como fue el final de este último, basándonos en las informaciones publicadas en «La Revista Española».

Los hechos ocurrieron al final del verano de 1834, cuando Suárez Baíña, después de unir sus fuerzas a la partida de Bernardo Sánchez Lamuño, otro rebelde natural de Bimenes, se dedicó a imponer su ley por nuestros montes, asaltando las propiedades de aquellas familias que habían manifestado su apoyo a la reina regente e interrumpiendo el desarrollo de las actividades cotidianas en los caminos y los pueblos.

La primera noticia de su muerte apareció el 8 de septiembre de 1834 en este periódico realista, que se limitó a hacer una reseña de urgencia: «El 30 de agosto fue conducido a Oviedo el cadáver el famoso faccioso Baíña, que tantos robos y tropelías había cometido en ella. Pereció a manos de unos cuantos individuos de la compañía de seguridad y de algunos beneméritos urbanos de la villa de Mieres, que bajo las órdenes de don Manuel Argüelles, subteniente de dicha compañía, atacaron a Baíña en el concejo de Morcín y acabaron con él y con otro de los forajidos que lo acompañaban».

Dos días más tarde, «La Revista Española» ya pudo publicar una crónica más extensa con numerosos detalles proporcionados por la Comandancia General del Principado, que nos permiten reconstruir lo que ocurrió en aquella jornada.

Todo comenzó con la salida del sol el mismo día 30, cuando los dos cabecillas envalentonados por sus últimas acciones se presentaron en la villa de Mieres del Camino con un pequeño grupo de apenas veinte hombres para recorrer impunemente los establecimientos oficiales y las casas particulares de los vecinos conocidos por su tendencia liberal, Saquearon las que pudieron como era su costumbre; luego, sin demasiada prisa, llevando consigo un botín de joyas, caudales reales e incluso mazos de cigarros de la Administración, se retiraron carretera arriba en dirección a El Padrún, con intención de ocultarse en sus refugios de Baíña y Loredo.

Pero no contaron con la reacción de un grupo de mierenses que no dudaron en organizarse rápidamente para salir en su persecución. La iniciativa partió del teniente de infantería amnistiado, don Juan García Valdés, quién se percató de la dirección que tomaban los facinerosos y en cuestión de pocas horas pudo juntar con él a don Alonso Álvarez, don José López, don Manuel Robles, don Rodrigo Vázquez Prada y don Joaquín Álvarez, con quienes no tardó en reunirse don Manuel Argüelles, subteniente de la compañía de seguridad, con la partida de su mando en el sitio de La Lloreda, término del concejo de Morcín.

Desde allí siguieron su búsqueda hasta avistar a los carlistas en Castandiello, encargándose Valdés del grupo de mierenses y una guerrilla de tropa, que iniciaron un ataque por sorpresa sobre el grupo de Suárez Baíña, de modo que los dispersaron casi sin resistencia y con tal eficiencia que cuando cesó el fuego se pudo ver sobre el terreno a su caudillo y uno de sus seguidores muertos y a otro compañero herido de gravedad.

El informe oficial atribuyó el disparo que mató al cabecilla al soldado de la compañía de seguridad Francisco Carreño, que con los de su clase Manuel Riesgo, Manuel Serrano, Manuel Argüelles y el de Manuel García, soldado de caballería de carabineros, le siguieron con la mayor resolución; extendiendo la felicitación al resto de la partida y a los ciudadanos de la villa de Mieres que ya citamos antes.

Las demás columnas que componían aquella compañía a las órdenes de su capitán don Francisco Baqueros, el subteniente don José Trelles y el teniente coronel graduado don Manuel Candamo, comandante de armas del concejo de Morcín y Riosa, y un destacamento de carabineros a cargo del arrojado teniente coronel graduado don Ángel Carrillo, salieron tras aquel incidente en persecución del resto de los insurgentes que aún obedecían a Bernardo Sánchez Lamuño, forzando en todo lo posible su marcha «llenos del mayor entusiasmo y deseos de dar fin con la canalla» hasta que pudieron alcanzarlos y el citado capitán Baqueros volvió a protagonizar otro hecho de armas que le valió una nueva mención por su valentía.

Fue al llegar a un caserío que estaba sobre Los Mártires, cuando vio a tres facciosos delante de la puerta e intentó darles el alto. Entonces ellos se lanzaron a una huida desesperada adentrándose en un maizal siendo perseguidos en solitario por el militar que tuvo la gloria de coger vivo al otro cabecilla.

Lo que ocurrió después ya fue más extraño, aunque dado el tiempo transcurrido no podemos aventurar ninguna hipótesis, pero se parece demasiado a otros casos similares que se repitieron a lo largo del siglo XX: al parecer, el jefe carlista intentó fugarse a las 11 de la noche consiguiendo substraerse de la vigilancia de los centinelas y echó a acorrer en la oscuridad, pero se le aplicó la ley de fugas y fue alcanzado y también muerto.

Los cadáveres de los dos guerrilleros fueron trasladados rápidamente hasta Oviedo y enterrados allí. El de Francisco Suárez Baiña llegó a la iglesia de la parroquia de San Isidoro a las 8 de la noche del mismo día y, dada su notoriedad, fue expuesto al público curioso durante toda la noche hasta que a las 11 de la mañana del domingo 31 se enterró en aquel cementerio, después de que los expertos de la Real Audiencia de la provincia le practicasen el correspondiente reconocimiento para certificar su personalidad. Por su parte, el cuerpo de Bernardo Sánchez Lamuño se llevó hasta la iglesia de La Manjoya, que entonces estaba extramuros de la capital, y de igual modo, después de ser reconocido, se le dio tierra en aquel camposanto.

El general Nicolás de Isidro, pariente del político Martínez de La Rosa y que destacó en este periodo por su enconada persecución de las partidas carlistas en numerosas provincias españolas, no cabía en sí de gozo cuando firmó el informe con el que daba cuenta de estas acciones a la población asturiana, aunque de paso tampoco perdió la ocasión para amedrentar a quienes aún no tuviesen claro su apoyo a la pequeña Isabel II.

Vean el párrafo final: «?lo que presurosamente y con la más honda satisfacción notifico a los habitantes de esta capital y Principado para la suya, asegurándoles que el mismo término tendrá todo traidor que osare pronunciarse en contra de los legítimos e indisputables derechos de nuestra carísima reina y señora doña Isabel II y del maternal gobierno de S. M. nuestra amada Reina Gobernadora. Oviedo 1 de septiembre de 1834».

Ya ha pasado demasiado tiempo para que todo esto se recuerde, pero para la historia queda el nombre del prado donde murió Francisco Suárez Baiña en Palmiano, La Piñera de Morcín, que desde entonces se conoce como «El Capitán». Ya lo ven, aunque las personas quieran olvidar, a veces el destino se empeña en guardar algún testimonio de las disputas que han ido regando de sangre nuestra tierra.