A medida que iban corriendo los segundos, los grados en el Pozo Sotón iban bajando pero se hacía casi imposible sentir frío. Más de mil personas se dieron cita delante de centenares de hileras de lápidas. Recuerdos sobrios, grises y escuetos que alineados en paralelo representan historias perpendiculares.

Para una persona ajena a la mina, estar delante de todas esas lápidas es traspasar un umbral magnético. Lo primero que resalta, es que tanto los vivos como los muertos están conectados por un mismo cordón umbilical. Y aunque a lo mejor no hayan coincidido en el tiempo sí en el espacio. En el útero de la misma madre.

La mina tiene también algo de salvaje. Es como un ejercicio de regresión hacia estados más primarios. Al principio de todo, los hombres nacían, crecían y morían dentro de las montañas. Salir de allí era cosa de modernos. Muchos milenios después, en Asturias se repitió ese proceso a la inversa. De fuera a dentro, los mineros volvieron a las tripas de las montañas, no a vivir pero sí a buscarse la vida.

Un proceso extraño, que tiene tanto de individual como de colectivo. Aunque el minero entrara solo en la cavidad más profunda, más oscura, más peligrosa y más silenciosa, nunca jamás podría estar sólo. Con él, entraban padres, madres, hermanos, amigos e hijos y si se apura, el pueblo entero. Porque en todos los hogares se repetía el mismo ritual pasivo de esperar que nunca sonara el teléfono. Los instrumentos en el Pozo Sotón trataban de relatar esa angustia al principio. Sonidos agudos y chirriantes que tocaban partes hondas en los asistentes. Aunque después sonaran himnos cantados y conocidos por todos, la música desnuda y sin letra hablaba con más fuerza. Chillaba para contar muchas historias anónimas que en realidad son una sola.

La historia de una Asturias antigua, que suena a ascensor con rejas, que desciende a lo profundo. Una región manchada de carbón y que no huele a nada como el grisú. Una Asturias que en estos días está sitiada por grandes autovías, rodeada de centros comerciales y cosida por otras industrias. Una Asturias con respiración asistida, que en días como los de ayer, grita con un hilo de voz porque en el fondo nunca supo quedarse callada ni tirar la toalla. Le habla a esa Asturias más moderna y le recuerda del agujero que salió.

Y eso tiene algo también de romántico. No sólo porque querer a un minero sea arriesgarse a que el flechazo sea una herida. Sino porque es una expresión sincera de amor querer volver a al lugar donde tu vida se quebró. Eso si es que los familiares de los mineros fallecidos se fueron alguna vez de la mina.