Avelino Martínez Fernández "Avemar" fue un mierense muy conocido por su labor profesional. Nos dejó en 1987 después de ejercer 20 años como secretario del Colegio Oficial de Ingenieros Técnicos de Minas de Asturias y Galicia, pero antes de lograr esa estabilidad tuvo que pagar tributo por su pasado político. Doce años después de su muerte se publicó el libro "Añoranzas y recuerdos. Apuntes desde la celda (1937-1943)"que incluía junto a sus escritos en la cárcel de El Coto y otros documentos una pequeña biografía.

Ya lo hemos traído a esta página en otra ocasión, cuando contamos la aventura de uno de sus ocho hermanos, Antonio, más conocido por "Meana", quien como tal vez recuerden los lectores habituales de estas historias, tuvo que exiliarse después de haber matado en defensa propia a un falangista que iba a por él en la estación de Ablaña.

En fin, hoy quien nos ocupa es Avelino, por un episodio curioso que publicó el diario "La Voz de Asturias", el martes 18 de noviembre de 1930, antes por lo tanto de la guerra civil, e incluso de la proclamación de la República, cuando todavía se vivían "tiempos normales". Nuestro hombre dirigía entonces la explotación alta de Nicolasa, ejercía como secretario de la Asociación de Facultativos del Caudal, militaba en Izquierda Republicana, colaboraba con el Ateneo y la Asociación Mierense de Caridad, y era aficionado al senderismo y al fútbol, donde ya había defendido las camisetas de Rácing de Mieres y el Deportivo de La Villa.

En la crónica a la que me refiero, un periodista anónimo relataba en tono familiar cómo se había desplazado hasta Parteayer por un asunto privado y cuando regresaba hacia la estación para tomar el tren de vuelta a casa se encontró con su amigo "el intrépido facultativo de minas y buen deportista Avelino Martínez", quien se empeñó en acompañarlo y por el camino le puso al día de sus última actividad en la montaña: cuatro horas de difícil ascensión por peñascales y vericuetos hasta llegar al Aramo, a una altura de 1730 metros sobre el nivel del mar.

Hasta aquí nada extraordinario, pero la cosa cambió al explicarle el motivo de su excursión. Avelino, que había estado hacía tiempo al frente de los trabajos del tendido en la carretera entre Morcín y Peñerudes, tuvo noticia de que una brigada de ocho obreros a las ordenes de Benito "La Corra el Cantu" buscaba oro en aquel monte. Aquel hecho poco usual despertó la inquietud del facultativo y este decidió comprobar su veracidad.

En efecto, cuando llegó hasta allí pudo comprobar que no se trataba de una broma ni de una pequeña cata. Esta vez se había ido más lejos, aunque el lugar de la excavación, a falta de ningún dato científico que avalase su fiabilidad, parecía más propio de una gacetilla que de una prospección seria. Ocho chavales de Morcín trabajaban incansablemente en una caverna donde ya habían profundizado unos cinco metros dirigidos por Jacinto Fernández, a quien había contratado Benito.

Fuese como fuese, todos estaban convencidos de su éxito, ya que salvo uno de ellos al que los demás pagaban su salario a escote, los demás habían acordado esperar para repartirse a partes iguales el valor del oro cuando apareciese.

Avelino no tardó en preguntarles en qué se basaban para suponer que estaban en lo cierto, y la respuesta fue sorprendente. Todo partía de la forma extraña que adoptaban unas estalactitas de la cavidad y de la aparición entre los cascotes del suelo de piritas de cobre; por ello estaban seguros de que detrás de una losa tenían que estar los vestigios de un yacimiento que los iba a enriquecer.

De nada sirvieron las palabras técnicas y los consejos profesionales. Los jóvenes habían montado un pequeño campamento con chozas preparadas para poder estar allí el tiempo que hiciese falta y todos los días eran abastecidos con alimentos y enseres que les subían desde Morcín, lo que anunciaba que no tenían intención de abandonar pronto. En aquel momento ya llevaban dos semanas de trabajo y tres paquetes de dinamita consumidos, y a cambio habían llenado varios sacos con piritas que iban a llevar hasta Oviedo con la esperanza de que su análisis pudiese dar las primeras evidencias del preciado metal. Pero el capataz se dio cuenta de que todo se basaba en una fantasía, cuando para rebatir sus argumentos uno de los mineros le espetó: ¿Vas a saber más que quien fue a ver el archivo de Simancas?

Los ayalgueros solían inspirarse en gacetas, cuadernos manuscritos o simplemente en la tradición oral que recogía lugares en los que los moros habían enterrado sus tesoros antes de dejar esta tierra. Es verdad que en algunos casos han servido a los arqueólogos para guardar la memoria de castros o túmulos en los que se había encontrado alguna pieza de bronce o muy raramente de oro, pero casi siempre se trató de fantasías que se aliñaban asegurando que alguien había visto en el archivo un documento que acreditaba la verdad de la fortuna escondida.

En 2001, el Museo del Pueblo de Asturias publicó el libro "Tesoros, ayalgas y chalgueiros. La fiebre del oro en Asturias", editado por Jesús Suárez López con la colaboración de Alberto Álvarez Peña, amigo y compañero en alguna aventura castreña. El documento, que es impecable y completo recoge noticias históricas, textos y gacetas sobre tesoros, incluso las biografías de los últimos ayalgueros, pero sobre todo un extenso y sistematizado trabajo de campo con entrevistas realizadas por toda la región a quienes podían dar cualquier tipo de información sobre tradiciones, leyendas u otros datos sobre esta curiosa actividad.

Alguno de estos testimonios puede tener relación con este caso, pero resulta difícil demostrarlo. Así en Bueida, de Quirós, una informante contó a Jesús Suárez en 1999 que "tamién decían que ahí na Peña Rueda que había plata, una mina de plata, y que fueran a buscala a ver si era verdá, calicatiando por ella como si fuese una mina de carbón. Y cuando estaban en eso, uno que resbaló con el zapato y que al resbalar levantó un tapín de terreno y que vio que allí que era verdá que había algo que brillaba, como plata o algo d'eso. Y entós que fue y que plantó un cuchillo pa volver él a buscalo, nótase que pa no decir nada a los otros, porque como yera un poco avaro que lo quería pa el solu. Y que dejó un cuchillo plantáu ande eso, y después que le dio como un infarto y que murió. Y entós que hubiera dicho cuando moría: "Hay una mina de plata en tal sitio, ide buscala y tal". Y que fueron, pero que nadie la encontró".

Y, en Armá, de Lena, Manuel Suárez García, que contaba entonces 80 años, recordó en el mismo 1999 su experiencia: "Ahí en la Cueva Gancios había una leyenda, que había dos arcas, y que había un gigante con un pie en cada arca, y con un mazo así p'arriba. Y el que entrara ahí, si pisaba una trampilla, el gigante le daba en la cabeza al que entrara. Y además d'esa trampa, si salvaba d'eso, un arca estaba llena de veneno y la otra de oro. Y al destapar la de veneno que te morías. Y ahí a la Cueva Gancios entraron unos de Mieres, y yo con ellos. Y me parez que fue el Día de la Raza, sé que era una fecha histórica.

Y bajamos ciento treinta y tres metros con una escala que traían. Era una escalera en espiral, que se desembobina, y unos peldaños de duro aluminio o yo qué sé. Bueno, había que pasar así por un estrechón, y después abajo ya era como una campana inmensa. Llegamos abajo, había estalactitas y estalagmitas, y allí no había nada, más que de haber habido troncos que quemaban antes y tirábanlos allá. No había ni arcas ni gigante ni nada. Y traían una canoa hinchable por si había agua, y traían una jaula con un canario por si no había oxígeno, pero no hizo falta. Pues ahí habían intentáu varias veces entrar, y fracasaron".

Sabemos que en el segundo caso se trataba del Grupo de Espeleología del Centro Cultural y Deportivo Mierense dirigido por Marino Fernández Canga, quienes bajaron a la cueva Gancios como otros aficionados de los años 60, pero ellos no buscaban más tesoro que la aventura. Sin embargo, no sé si lo de Peña Rueda tendrá alguna relación con lo que vio Avelino Martínez. Es posible que todavía se recuerde en Morcín el caso que hoy les contamos y lo que ocurrió con los intrépidos mineros, pero de momento nosotros no sabemos cuál fue la cueva en la que emplearon sus esfuerzos. A lo mejor todavía queda alguien que nos lo pueda aclarar.