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De Lo Nuestro | Historias Heterodoxas

Una nota sobre los imagineros de la Montaña Central

La creación de imágenes religiosas, que proliferó en la segunda mitad del siglo XVIII e hizo que los pueblos rivalizasen por conseguir las mejores

Una nota sobre los imagineros de la Montaña Central

El 31 de octubre de 1517 Lutero colocó sus famosas 95 tesis en la puerta de la catedral de Wittenberg iniciando así la mayor crisis que ha sufrido el cristianismo hasta el momento, con el gran cisma de las iglesias evangélicas. Una de las consecuencias de la llamada Reforma Protestante fue la destrucción de las representaciones religiosas porque se consideraban expresiones de idolatría, pero la Iglesia de Roma supo aprovechar el rechazo que este asunto provocaba entre los fieles acostumbrados a rezar ante las imágenes de madera policromada y decidió fomentar su culto.

Así, el Concilio de Trento incidió en la necesidad de "conservar, principalmente en los templos, las imágenes de Cristo, de la Virgen madre de Dios, y de otros santos" de la manera más realista posible para darles así el correspondiente honor y veneración.

Si me permiten una nota personal -y les pido disculpas por esta opinión a los lectores y lectoras religiosos-, esta disputa entre cristianos resultó una bendición para el mundo del arte, porque gracias a la Contrarreforma se desarrolló una escultura de magnífica calidad, sobre todo en España donde se abrieron las mejores escuelas de tallistas del mundo.

Entre todos los imagineros, para mí es especial Gregorio Fernández. Viví de niño y adolescente muchas Semanas Santas en Valladolid, donde también está el Museo Nacional de Escultura; volví allí con mi primer destino como profesor, y sigo yendo a la ciudad al menos dos veces cada año, por lo que conozco bien las obras de este autor. Después de tanta observación, casi les puedo confirmar que, aunque cueste creerlo, no son de carne y hueso, sino de madera, porque en vez de arrugarse con el tiempo, como a mí me sucede, los Cristos de don Gregorio están igual que el día en que fueron hechos.

Con Gregorio Fernández aprendió el mejor de artistas asturianos: Luis Fernández de La Vega. Se sabe que su familia había tenido que trasladarse a la capital castellana y eso dio pie a varios autores antiguos, entre ellos Jovellanos, para afirmar que trabajó en su taller antes de regresar a Asturias y abrir el suyo. Primero en Gijón, luego en San Martín de Anes (Siero) y finalmente en el barrio ovetense de la Puerta Nueva donde realizó obras que se repartieron por los templos de toda la región.

Por el motivo que expuse más arriba, las peticiones de imágenes se multiplicaron en la segunda mitad del siglo XVII haciendo que los pueblos rivalizasen en conseguir las mejores, sumando a la intención religiosa el hecho de prestigiar a sus parroquias, que de esa manera demostraban su poderío frente a las vecinas. De manera que quienes dominaran el oficio de escultor con soltura se podían enriquecer rápidamente.

Luis Fernández de La Vega fue pronto el maestro más solicitado por las iglesias y cofradías de toda Asturias, y afortunadamente cerca de nosotros aún se conservan de su mano parte del retablo mayor de Tanes, salvado de la guerra civil, y el Nazareno de Soto de Aller, que para mi gusto es la mejor imagen de nuestro territorio y debería ser mucho más conocido por lugareños y visitantes.

Así lo entendió la Comisión Diocesana del Patrimonio Artístico-Religioso y Documental cuando lo llevó en 1983 hasta la parroquia de Santa María la Real de la Corte en Oviedo para exhibirlo en una exposición monográfica con las principales obras del artista y eligió su imagen para ilustrar la publicidad del evento y la portada del catálogo conmemorativo editada con ese fin. Pero desde entonces, el Nazareno languidece en Soto sin que nadie se haya vuelto a acordar de su potencial como atractivo turístico.

El taller de la Puerta Nueva se convirtió en una verdadera academia para los artistas del barroco asturiano y hasta allí se acercaron algunas familias de la Montaña Central para solicitar a Luis Fernández de La Vega que enseñase el oficio a sus hijos.

El profesor Germán Ramallo Asensio se ocupó con detalle de todo este proceso en su libro "Escultura barroca en Asturias", que publicó en 1985, y seis años más tarde lo completó con "Documentos para el estudio de la escultura barroca en Asturias", donde expuso una colección de testamentos, contratos de obras y otros escritos relacionados con el aprendizaje de algunos discípulos. En este apartado se reseñan cuatro, todos firmados por Luis Fernández de La Vega.

El primero lo hizo con la madre de Miguel Fernández, del Coto de Peñaflor, pero los otros tres se refieren a escultores de la Montaña Central y por eso se los acerco a continuación, ya que aportan algo de luz a un periodo poco conocido de nuestra historia.

Normalmente, el maestro pactaba con sus discípulos ocho años de enseñanza, tiempo en el que les daba además alojamiento, cama limpia y alimentación diaria, a cambio de cuarenta ducados pagaderos en dos plazos y de que ellos le sirviesen también como ayudantes colaborando en la limpieza de la casa y el taller.

En esas condiciones se firmó un contrato con Diego Lobo, natural de Polavieja (actual Pola del Pino) en presencia de Roque Montes, el escribano del concejo de Aller, pero en enero del año 1665, cuando aún quedaban dos años para su rescisión, el alumno decidió dejarlo y Fernández de La Vega le reclamó veinte ducados que le quedaban pendientes del resto de los cuarenta que se había obligado a pagar para su enseñanza completa, y también el valor de los vestidos, calzados y otras cosas que había gastado en ese tiempo.

Por su parte, Diego alegó que era a él a quien se debía pagar todo el tiempo de más que había servido como asistente y finalmente, los dos llegaron al acuerdo de que el allerano cerrase su deuda pagando solamente 8 ducados.

Diego Lobo logró después buena fama como escultor, repartió su obra por Asturias y fue profeta en su tierra, ya que hizo para la iglesia de San Juan de Riomiera, muy cerca de su casa, una imagen de San Francisco por la que cobró nada menos que 54 ducados. También abrió su propia escuela y al año siguiente del pleito aceptó como aprendiz por cuatro años a Tomás Solís, otro allerano que también iba a lograr el éxito.

Siguiendo con Fernández de La Vega, en noviembre de 1666, cuando tenía ya 65 años y era un anciano para su época, cerró otro trato en las condiciones habituales (cuarenta ducados en dos veces por ocho años) con Pedro de Soto, padre de Juan de Soto, un escultor del que no sabemos casi nada y que actualmente es el personaje histórico más desconocido de las cuencas mineras.

De él solo sabemos que fue natural de Mieres y que su familia debía de tener posibles para poder asumir el pago estipulado, sin embargo no conocemos ninguna de sus obras, aunque consta que también fue reconocido y recibió alumnos en su propia escuela, ya que en 1692 aparece citado por otro escultor, Antonio del Cuello quien a la hora de firmar otro acuerdo con Antonio de Borja, el segundo en importancia de los maestros asturianos, manifestó que era oficial de escultoría y que había aprendido su oficio con Juan de Soto, ya difunto.

El último de los contratos de aprendizaje que transcribió el profesor Germán Ramallo en su libro, está firmado en Oviedo con el lavianés Domingo Suárez de La Puente en abril de 1669 y tiene la peculiaridad de que lo rubricó el escribano del concejo de Laviana, que en aquel momento era Pedro Suárez, hermano del solicitante, lo que nos indica que también era una familia con buen arca.

Como siempre, se comprometieron cuarenta ducados por ocho años, a pagar en dos plazos y también se estipuló que el vestido y el calzado corrían a cuenta de los padres de Domingo, pero de la manutención, la ropa limpia y la cama se tenía que encargar el maestro.

Sin embargo, en esta ocasión tampoco se cumplió el plazo previsto, aunque fue por fuerza mayor, ya que Luis Fernández de La Vega falleció cuando aún quedaban seis años para la resolución del contrato. Pero entonces, el lavianés se quedó como director del taller e incluso en 1682 se casó con Luisa, una de las hijas de Vega heredando su prestigio y su cartera de encargos. Hoy queda su huella en el retablo tabernáculo que alberga las reliquias de Santa Eulalia, patrona de la diócesis de Oviedo, un templete de madera policromada con pilastras, cada una de las cuales lleva en sus lados columnas salomónicas hechas por él, como también es suya la pequeña cúpula transparente que en la misma pieza cobija la imagen de la Inmaculada.

No está mal recordar de vez en cuando la diversidad de nuestra historia.

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