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De lo nuestro | Historias heterodoxas

Unos vítores inoportunos

Un vecino de Ujo fue condenado en 1964 por gritar en un bar de Ujo y luego en la calle: "¡Viva Rusia! ¡Abajo el Caudillo!"

Unos vítores inoportunos

El comediógrafo Pedro Muñoz Seca fue fusilado en Paracuellos el 28 de noviembre de 1936. Un día antes le sometieron a uno de aquellos juicios-farsa que se celebraron en los dos bandos durante la guerra civil y ya en la posguerra persistieron corregidos y aumentados en el de los vencedores. Cuentan que Muñoz Seca se presentó ante el tribunal diciéndoles: "Me lo podéis quitar todo, menos el miedo que os tengo"; y que una vez pronunciada la sentencia rectificó: "No. Hasta el miedo habéis conseguido quitarme".

Cito a nuestro autor porque en su obra más popular "La Venganza de Don Mendo" el personaje se disculpa de una mala acción con unos versos que algunos hemos repetido muchas veces en las juergas de andar por casa: "¡Serena / escúchame, Magdalena, / porque no fui yo?no fui! / Fue el maldito Cariñena / que se apoderó de mí".

Y es que ya en un tono más serio les diré que el vino es un amigo traidor que puede pasar en un momento de alegrarnos la tarde a amargarnos la vida porque, entre otras cosas, hace que soltemos la lengua cuando no debemos, algo que en la España franquista se pagaba caro, aunque como en todo también había clases y un beodo con camisa azul era menos beodo.

En el artículo "Protestas populares de baja intensidad en la Asturias de posguerra", publicado en 2001 por Ramón García Piñeiro, se recoge un caso que ejemplifica estas diferencias. Lo vivió A. A. G., vecino de Turón, quien por sus méritos como falangista y exdivisionario había sido nombrado delegado local del Seguro de Enfermedad en Pola de Lena. Parece que el patriótico funcionario era además aficionado a la bebida y, el 8 de abril de 1949, los vapores etílicos le jugaron una mala pasada porque después de unas copas se animó a recorrer el centro de Moreda dando vivas a la República.

Podríamos decir que, dados sus antecedentes, se trató de un acto inexplicable, pero no, porque cuando las fuerzas del orden le mandaron cesar en su vocerío, A. A. G. manifestó que se trataba de una acción premeditada para ver si algún rojo coreaba sus vítores y así poder denunciarlo. Para García Piñeiro se trató de una respuesta dada con sangre fría y sagacidad para eludir su responsabilidad, pero yo pienso que tal vez el falangista borracho no mintió y su verdadera intención era la de pescar así a algún incauto republicano de esta villa donde era menos conocido.

Sin embargo, otros casos similares sí tuvieron graves consecuencias y llevaron a la cárcel a sus protagonistas. La realidad es que entonces el hecho de lanzar a destiempo unos gritos considerados como subversivos podía cambiar la vida de una persona, aunque no hubiese altercado, ni manifestación, ni el ofendido estuviese presente, y no les estoy hablando de la posguerra, sino ya de los últimos años del franquismo. Por ello creo que no está mal contar estas cosas para que no olvidemos como se vivía realmente en un régimen que algunos historiadores intentan ahora maquillar ante las nuevas generaciones.

Lean y maravíllense por ejemplo con este párrafo escrito por el ínclito Pío Moa, a quien la otra tarde escuché autocalificarse por la radio como el mejor historiador español, aunque en su currículo no figuren estos estudios. Sin ruborizarse, defiende que en la España franquista y especialmente en los años 60 y 70 existía "una gran libertad personal de la gente: podían viajar dentro y fuera del país, leer los periódicos extranjeros y libros de todo tipo traducidos, podían hacer huelga sin graves consecuencias, etc. Cabría añadir otras cosas: menos delincuencia y menos gente en la cárcel que en los demás países eurooccidentales, más seguridad en las calles, en particular para las mujeres (?) Esto es lo que suele llamarse libertad personal y en ella la España franquista no tenía nada que envidiar a la Europa más rica, más bien al contrario en varios aspectos". Lo siento, pero a pesar de la destrucción de archivos que se prolongó desgraciadamente durante la transición -ordenada vergonzosamente por supuestos dirigentes de izquierdas con muy poca perspectiva histórica- , los informes que han llegado hasta nosotros nos cuentan otra cosa. Vamos a ello.

Timoteo Buendía, un peón de albañil, fue condenado a nada menos que diez años y un día de prisión mayor por dar repetidas voces cagándose en Franco ante los parroquianos que se encontraban con él en un bar de Madrid. Ocurrió el 23 de marzo de 1964 y fue la sentencia con la que se estrenó el Tribunal de Orden Público, creado el 2 de diciembre de 1963.

Poco después, el 10 de julio de 1964, otro acusado de la Montaña Central fue juzgado ante el mismo tribunal por un hecho similar. Déjenme contar este ejemplo escondiendo también su nombre tras unas iniciales, como acabo de hacer más arriba, porque de esa manera garantizo el anonimato de quien puede estar todavía vivo o la discreción de sus descendientes que a lo mejor ni siquiera conocen estas cosas o no quieren que se recuerden. Así que diremos que se llamaba S. T. G. y su juez fue don Enrique Amat Casado, que actuó junto a los magistrados don Antonio Torres-Dulce y don Francisco Mateu Cánoves.

Nuestro hombre figura en la documentación de aquel proceso como natural de Valdecuna-Mieres y vecino de la misma población, de cuarenta y un años, soltero, de profesión minero, con instrucción, sin antecedentes penales, de mala conducta (lo que en esos años puede indicar simplemente su tendencia política), insolvente, que ya había estado en prisión provisional por la causa que se juzgaba desde el día dos al cuatro de marzo del mismo año, y su delito fue el de haber entrado el 28 de febrero anterior en el bar "Caudal" de Ujo gritando las siguientes frases: ¡Viva Rusia! ¡Abajo el Caudillo!, que volvió a repetir en la calle, siendo oído por muchas personas.

Y se acabó, no busquen más delitos. De nada sirvió conocer que el inculpado ya había estado internado casi un año en el Hospital Psiquiátrico de Oviedo, entre 1952 y 1953, por una psicosis luética. En esta ocasión la embriaguez podría haberse tomado como un atenuante, pero no fue así porque se hizo constar expresamente que no se podía acreditar que en el momento de los hechos el encausado fuese presa de intoxicación alcohólica alguna.

Pero es más llamativo que en la argumentación de la sentencia tampoco se apreciase su deterioro mental ya que, según los jueces, "únicamente se desprende que el inculpado aquejó una psicosis luética, encajable entre las enfermedades de esta clase denominadas sintomáticas motivadora de su internamiento en establecimiento psiquiátrico (?) por alta definitiva, previa la provisional por remisión, sin probarse que al tiempo de la comisión del hecho la padeciese". Y para que no quedasen dudas, a la vez se rechazó la posibilidad de que el incidente se hubiese debido a que tuviese su voluntad anulada o reducida por causa de la medicación que seguía tomando.

Sin embargo, al consultar -con perdón de los profesionales de la Sanidad- las características del proceso luético, nos encontramos con que a mediados del siglo XX era una de las causas importantes de psicosis, consecuencia de la sífilis, y que en una de sus fases las alteraciones psíquicas que provoca esta enfermedad venérea se caracterizan por "disminución de la memoria de fijación, confusión en la ubicación de recuerdos en tiempo y espacio y alteración de las funciones de cálculo, con un marcado decaimiento del juicio y pérdida de la autocrítica". Por si quedasen dudas, también se reseña con claridad "la pérdida de la noción y el respeto de las jerarquías sociales, manifestándose conductas antisociales con un periodo en el cual se han descrito clásicamente perversiones sexuales, insubordinaciones, robos y pendencias".

Resulta muy difícil que los magistrados no conociesen esto, pero pesó más el buscar una sentencia ejemplarizante ante aquellos que consideraban a la nación vitoreada como el símbolo de la idea que se oponía frontalmente al régimen político español de la época. Por ello S. T. G. fue condenado nada menos que a tres meses de arresto mayor y al pago de las elevadas costas del juicio sin tener en cuenta sus circunstancias personales.

Sin que tenga nada que ver con este caso concreto, debemos anotar que ya en plena transición, el 16 de noviembre de 1978, Francisco Mateu Cánoves, uno de aquellos jueces que decidieron en el proceso del mierense, pasó a engrosar la lista de víctimas de ETA cuando fue abatido por un comando en las cercanías de su domicilio de la madrileña calle María de Molina.

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