Diario del coronavirus.
No creo ser un cagueta pero, desde luego, no me apetece enfermar, ni verme veinte días en una UCI, intubado, boca abajo y sedado, ni en riesgo de recaídas, trombosis o insuficiencia respiratoria crónica. Pero si algo no deseo de ningún modo es, por mi descuido, ser un elemento propagador y contagioso.
Dicen que lo más peligroso en las guerras son los momentos anteriores y posteriores, esos tiempos indefinidos en los que existe el conflicto pero sin estar oficialmente declarado. Pues con el avance en las fases nos está pasando algo similar. A pesar de que la pandemia continúa, parece que nos estamos tomando la situación como si el coronavirus ya hubiera sido derrotado. Y no es así. De hecho, nuestra relajación y un cierto ambiente festivo y vacacional están detrás de los rebrotes que ya se producen. Y los rebrotes cuestan vidas.
Veo a la chavalería en actitud veraniega y despreocupada, en grupos, sin distancia, sin mascarillas, como si no sucediera nada. Es probable que el contagio entre ellos no les suponga nada serio, pero lo llevarán a sus casas. Y eso ya es otro cantar.
Veo las terrazas repletas de gente que ansiaba salir, alternar, saludar y ser saludada. Y advierto contacto y proximidad, los niños correteando entre las mesas y, en general, un proceder demasiado similar al habitual antes de la pandemia. Y entonces alguien me pregunta, con una sonrisa un tanto burlona: ¿Tienes miedo? Y me contengo. Porque no queda bien responder un "pero, pedazo de anormal, ¿no te das cuenta de que sigue enfermando y muriendo gente, que esto no ha terminado?
Me preocupa y molesta lo que veo en esta fase de "el muerto al hoyo y el vivo al bollo".