En la conferencia de las Naciones Unidas sobre el cambio climático que se celebra en Glasgow se van publicando algunas conclusiones que prueban el fracaso relativo que se venía anunciando, debido sobre todo a los contrapuestos intereses de las naciones participantes.

Así parece confirmado que no hay dinero suficiente para reparar los daños de la alteración climática: objetivo primordial de la conferencia. Y en muchos asuntos no hay acuerdo posible por las discrepancias entre los países ricos y los países pobres sobre la responsabilidad histórica de la “crisis medioambiental” producida por las emisiones de dióxido de carbono. Y hay otro aspecto del problema que se viene repitiendo desde hace bastantes años, a veces con un gran despliegue publicitario: me estoy refiriendo a las “siniestras profecías del futuro” que se hacen sobre las consecuencias del cambio climático.

Profecías que se convierten en una suerte de Argamedón, ese término bíblico del Apocalipsis que designa el lugar en el que se supone que se librará la batalla entre el bien y el mal en los últimos días del mundo, y que también se utiliza figuradamente como sinónimo de catástrofe o conflicto devastador.

En tal sentido, el presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, ha asegurado en Glasgow que el mundo se enfrenta a una década decisiva, porque tiene un tiempo limitado para actuar contra el cambio climático. Y el propio secretario de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Antonio Gutierres, advirtió a los líderes mundiales que, con el progresivo aumento de los gases de efecto invernadero, “estamos cavando nuestra tumba”, asegurando que existe un “código rojo” para la humanidad y que sólo podemos evitar la catástrofe si actuamos “en los próximos dos meses”. Así de contundente: ni un día más.

Igualmente, el primer ministro del Reino Unido, Boris Johson, avisó a los participantes en la cumbre de que “faltaba un minuto para medianoche”, recomendando una gran reforestación para la captura de dióxido de carbono de la atmósfera y la fabricación a gran escala de los coches eléctricos, poniendo fecha de caducidad a los de combustión. (A propósito, hay expertos que sostienen que fabricar un coche eléctrico equivale al consumo de un coche diésel durante unos veinte años, lo que viene a desmentir la idea ecologista de que no se debe despilfarrar.)

Y hace algo más de dos décadas, una dirigente de Greenpeace, Raquel Montón Valladares, declarada categóricamente a este diario: “O acabamos con el carbón o el carbón acaba con nosotros”. Una afirmación sin ningún fundamento histórico para predecir tan apocalíptico presagio, ya que la población mundial ha venido multiplicándose de forma ininterrumpida desde los comienzos de la primera industrialización, cuya principal fuente de energía ha sido precisamente el carbón.

Sin embargo, apenas se divulgan noticias que vayan en sentido contrario a la perspectiva apocalíptica. Por ejemplo, un estudio de la NASA descubrió que, en un período de 35 años, el cambio climático había añadido una superficie verde equivalente a dos veces la extensión de Australia. Asimismo se ha escrito mucho sobre la negativa incidencia del calor atribuida al clima. En cambio, según las estadísticas, las muertes por el calor en el mundo son diez menos que las ocasionadas por el frío.

En resumen, para Bjorn Lombord, profesor y mundialmente reconocido ambientalista sueco, autor de los ensayos “El ecologista escéptico” y “Falsa alarma”, los datos demuestran que hay demasiado alarmismo en los grandes debates mediambientales. Sin duda porque esa cobertura alarmista arrastra más audiencia y genera más atención en el público. Por todo ello, Lomborg sostiene que es urgente quitarle el sello de apocalíptico a los impactos ecológicos de las actividades humanas, analizando científicamente sus verdaderas causas para buscar soluciones que sean verdaderamente viables y lo menos onerosas posible.