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Lecturas

La magia de contar historias

Vargas Llosa y el placer narrativo como origen de la civilización

La magia de contar historias

No me cuento entre los afortunados que pudieron asistir en el mes de julio de 2008 en Madrid, Sevilla o Tenerife al espectáculo teatral que tuvo como actores a Aitana Sánchez-Gijón y Mario Vargas Llosa, basado en una adaptación libérrima de las antes llamadas Mil y una noches firmada por el escritor peruano-español y dirigida por Joan Ollé. Por ello, por mi pasión confesa y militante por el escritor (pues la actriz nunca ha conseguido despertar en mí las altísimas turbaciones y alabanzas, sin duda merecidas, con que la regalan otros colegas), ansiaba leer el libreto aun antes de saber que incluiría un deslumbrante prólogo que viene de perlas para mejorar las prestaciones docentes de cualquier educador, orientador pedagógico o profesor y que causará gozo al curioso de a pie que a él se acerque.

La historia de las Mil y una noches o, como aquí, Las mil noches y una noche ya la conocen ustedes: Sherezada se ofrece voluntaria para contar historias al rey Sahrigar, aunque sabe que le espera la muerte al alba, al igual que ocurrió a las mujeres que le precedieron en su efímero oficio de narradoras orales, pues el individuo es un asesino en serie que se venga mediante la cimitarra del verdugo de un desengaño amoroso anterior. La chica, no obstante, consigue sobrevivir a la primera noche gracias a tirar de la historia como quien mete la mano en una cesta de cerezas y saca una que va enganchada a otra, ésta a la siguiente y así hasta mil noches y una noche hasta que Sahrigar se rinde a la voz y a la magia de Sherezada y se queda con ella para siempre jamás, mandando al paro al verdugo. Reescritas las historias que ella cuenta por la mano de Vargas Llosa, convierten la lectura en dos horas de fantasía delicada, jugosa, cautivadora para el lector como para el rey lo fue. Sin embargo, vamos a hablar del prólogo.

Al lector curioso, recomiendo una novela de Vargas Llosa, del año 1987, El hablador, que le dará cumplida cuenta del «contar» tomado como oficio. Ahora, insiste en aquella inquietud, que nunca le abandonó, con la misma prosa envolvente de siempre, pero con un entusiasmo si cabe superior, para dictarnos una lección sobre lo que significa «contar cuentos», una actividad en apariencia inútil, pero, como no me canso de repetir, esencial para el desarrollo civilizado de las personas (y cito en mi ayuda los trabajos antropológicos del llorado Lévi-Strauss). Primero se desbroza la ambigüedad de la expresión: contar cuentos expresa «un quehacer benigno, narrar historias para entretener a un auditorio, una acción con la que tradicionalmente los adultos suelen distraer a los niños, haciéndolos soñar». Corrijo y pongo «solían» o «suelen hacer una minoría», pues la irresponsabilidad paterna de tantos clama a todos los cielos. «Pero cuando esta iniciativa se practica entre adultos pierde a veces su sentido sano, inofensivo y altruista y se carga de connotaciones negativas. «Contar cuentos» quiere decir, también, contar falsedades como si no lo fueran, mentiras que se quiere hacer pasar por verdades. Dentro de esta acepción, el cuentista no es el ameno contador de historias, sino un pícaro, un vivillo que utiliza una habilidad natural -la de inventar y narrar- a fin de disfrazar mentiras de verdades, con el propósito, no de ofrecer un poco de esparcimiento a su interlocutor, sino de timarlo». Y aquí llega la primera enseñanza, la enseñanza ética: «Del contador de historias al cuentista hay la distancia que separa lo lícito de lo ilícito, el bien del mal».

El origen de la civilización no es otro que el de contar historias: «Esas historias con que el contador mantenía suspensos al hombre y a la mujer de las cavernas son el despuntar de la civilización, el punto de arranque de ese prodigioso camino que llevaría a los seres humanos, al cabo de los siglos, a los grandes descubrimientos científicos, a la conquista de la materia y del espacio, a la creación del individuo, de los derechos humanos, de la democracia, de la libertad y, también, ay, de los más mortíferos instrumentos de destrucción que haya conocido la historia». Contar un cuento significa comunicar al oyente que otra vida es posible, es decir, revolución pura: «Nada de eso hubiera sido posible sin el apetito de vida alternativa, de otro destino distinto al propio, que hizo nacer en la especie la idea de inventar historias y contarlas, es decir, de hacerlas vivir y compartir mediante la palabra y, luego, más tarde, la escritura». Gracias a esa magia de contar se «refinó la sensibilidad, estimuló la imaginación, enriqueció el lenguaje, deparó a hombres y mujeres todas las aventuras que no podían vivir en la vida real y les regaló momentos de suprema felicidad».

Qué prólogo más admirable, pórtico de un libro que se lee con deleite. Ahora, enciendan ustedes la televisión (la contadora hoy de cuentos) y díganme si no dan ganas de parar el mundo para bajarse de él, visto lo que queda en ella de la magia que una vez nos hizo civilizados.

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