Casi todos los museos son espacios de silencio. Al menos, lo son esos que abundan en provincias, que raramente congregan colas o se pueden permitir exposiciones-espectáculo. A esos contenedores de quietud pocos contenidos les pueden convenir tanto como la obra de Amador Rodríguez (Ceuta, 1926-Madrid, 2001); a su vez, una sosegada y profunda indagación sobre la experiencia matemática, empírica, conceptual e incluso espiritual del ser humano en y ante espacios colmados de la silenciosa música de la materia y la geometría. Después de una larga temporada de reformas, el Museo Casa Natal de Jovellanos vuelve a la plena actividad con una concentrada y exquisita antológica que recoge los fondos adquiridos por el municipio o donados a Gijón por la familia del artista, en los que el visitante no sólo podrá adentrarse en el espacio construido de la obra, sino también en el espacio mental y físico que precede a su materialización. El complejo espacio del proceso creativo.

A ello contribuye la naturaleza mixta de la muestra, que reúne más de sesenta piezas repartidas en las dos salas de exposiciones temporales del museo. En la primera se exhiben una veintena de piezas representativas de las distintas etapas del escultor, desde sus figuras antropomórficas que ensamblan objetos encontrados y sus obras mixtas en madera y forja, aún orgánicas y expresionistas, hasta los diversos desarrollos que adoptó, a partir de mediada la década de los años sesenta, la definitiva adscripción de Amador a una visión geométrica -analítica y posteriormente constructiva- de la escultura. A través de esa selección queda patente el modo cada vez más depurado y estricto en el que el escultor acometió un auténtico cerco a las formas geométricas elementales -principalmente la esfera y, sobremanera, el cubo-, vaciando, desplegando, expandiendo e incluso desmaterializando sus volúmenes.

Junto a ellas, la mitad del espacio de la sala muestra las estrategias de las que Amador se valió para emprender ese permanente estado de sitio a sus formas predilectas. Unas artes que gradualmente se apoyaron cada vez menos en su inicial trato con la materia en bruto, tal como aprendió a trabajarla en su juventud de carpintero de carros, y más con las sutilezas y ajustes casi mágicos de la matemática. De ello dan fe bocetos, tanteos, anotaciones y cálculos con los que el escultor prefiguraba lo que después plasmaría en mármol, bronce, madera, hormigón? En ellos, sobre papel cuadriculado o milimetrado y con una hermosa letra, Amador pergeña diseños elementales junto a recomendaciones para la futura ejecución de las piezas, e invoca a la vez términos cargados de fuerza mística que acabaron por emparentarlo con una tradición artística que cuestiona, por insuficiente y superficial, su adscripción a un arte simplemente contemporáneo: «secuencia de Fibonacci», «triángulo egipcio», «tetraktys pitagórico». Esa música es muy muy vieja.

Frente por frente, en la otra mitad de la sala, el espectador encuentra una segunda o tercera lectura de las mismas formas que estuvieron en la mente y estarían después en la materia, pero ensambladas en forma de «collages» a mitad de camino entre lo pintado y lo construido. No en vano, el largo aprendizaje autodidacta en que consistió la vida de Amador incluyó la pintura en sus primeros pasos. Algo que queda también muy claro en los grabados que se incluyen en un tránsito de la primera a la segunda de las salas, y más aún en esta última, donde se expone una deliciosa serie de cajas de puros intervenidas por Amador: ahí, en tono menor pero absolutamente seductor está el artista que pinta, trabaja en cualquier dimensión, construye, incide y corta, vacía.

El otro Amador Rodríguez, el hijo del artista, participaba ayer, más que satisfecho, en los últimos trabajos del montaje de una exposición que le debe mucho a su celo. «Comprendimos hace tiempo que una fundación o algo de esa envergadura era demasiado complejo, y también vimos que, dado el interés que siempre había manifestado el museo, y el cariño que mi padre tuvo por Gijón, se daban las condiciones perfectas para complementar lo que ya había con todos estos materiales, que han ido apareciendo muchas veces en la reordenación del estudio o de la casa y que a veces, como en el caso de los papeles, corrían peligro de deterioro o de desaparición», comenta el heredero del escultor, que no duda de que «habrá más aportaciones».

Para Amador Rodríguez, hijo, como para el propio Museo Jovellanos, es del máximo interés sacar todo el «rendimiento pedagógico» al conjunto reunido en Gijón, que será objeto de un programa para abordar el legado de un escultor cuyos espacios han encontrado, a su vez, un singular espacio para quedar depositados de por vida.