No encuentro un esfuerzo semejante -ni en las letras asturianas, ni siquiera en las demás lenguas de España- al emprendido por Milio Rodríguez Cueto (Xixón, 1962) para levantar una obra de relatos breves de tan alta calidad, de tamaña unidad de intenciones y de tan óptimos resultados. Tras L'últimu volador y Véndese pisu, sale ahora a librerías El final de la historia, última entrega de la trilogía que emprendiera el autor en el año 2000, acaso sin proponerse que constituyese exactamente una trilogía, y que fue publicando en los suplementos «Cultura» y «La Nueva Quintana» de LA NUEVA ESPAÑA hasta finales de 2009, ilustrados por el gran Pablo García. Estamos hablando nada menos que de 1.400 páginas, de 251 relatos que fijan un modo cabal y poderoso de escribir en asturiano -una mirada agria pero zumbona, desesperanzada pero útil- y de un oído excelente para captar el habla que es y los modismos que fueron. Puro jamón.

En uno de los relatos, «La castra del merucu», Rodríguez Cueto se introduce como personaje para dialogar con un individuo estúpido, vocinglero y babayu (triple pleonasmo) que le alaba sin medida: «¡Léote tolos jueves! ¡Nun sabes lo que me presta! ¡Mátesme de la risa!» El personaje Milio duda: «Vaya? Pues la mayor parte de los cuentos que publico son bien tristes». Pero su interlocutor no cede en su euforia crítica: «¡De matase, chico, de matase!». Líneas más abajo, al final del cuento, el narrador reflexiona: «Ún pon tolo que puede nel llabor que fai y quier creer que-y salen les coses con clase, que ye de los del collarín blancu, alimentu pa truches de boca fina, de les del valle d'Ardisana; pero un día, de manera inesperada, alcuéntrase masticáu a dos carriellos na boca d'una trucha del Cares y empieza a pensar, espantáu, qu'igual forma parte de la otra triba, la de los merucos de cuchu». Estoy seguro de que a ningún autor le desagrada tener lectores, no faltaba más. Pero también me consta que Milio Rodríguez Cueto ha torcido siempre el gesto cuando se le considera como un autor que escribe en asturiano porque es simpático lo que escribe, ya que -según un sentir aún general que no sale del imaginario colectivo ni con agua caliente- el asturiano vale para hacer graciosadas y poco más. Y nada me extraña que su mirada sea agria y desesperanzada (me pasma que muchos lectores no lo vean) cuando ni su labor como traductor al asturiano de Shakespeare, Sade, su admirado Maupassant, Stevenson, Wilde? ni sus novelas o ensayos en nuestra llingua, ni los relatos anteriores a esta rigurosa trilogía que ahora culmina parecen haberle redimido de esa condición de costumbrista de postal a la que le condenan lectores cegados por los prejuicios sobre lo asturiano. Ojo: cada lector lee como le da la gana, claro está; y Rodríguez Cueto logra muchos momentos de carcajada liberadora, de carcajada de cerrar el libro y palmearse las piernas por la risa compulsiva, sí señor. Como lo consiguen Quevedo o el autor del Lazarillo (sea quien fuere) sin que por eso su fondo sea amargo a más no poder.

Si Saki vertió a manos llenas ironía sobre la época victoriana; si Chéjov nos infundió todas las tristezas posibles del alma rusa (y algunas bromas hilarantes del alma rusa); si Roald Dhal enfoca situaciones cotidianas con el obturador cambiado para que las veamos tal como son; si Somerset Maugham acertó en muchos cuentos a retratarnos en dos trazos espías y otros pintorescos elementos (y cito adrede autores queridos por Rodríguez Cueto), «El final de la historia» y los dos volúmenes que le precedieron consiguen aunar todos esos logros, en este caso sobre Asturias. Bien sea en el «territorio mítico» de Perendi (con Manolo Puñunalto, Olegario de La Llosona, El Tuertu Virolu, Adolfo Tuero, Casa Argüelles, Bernardín del Ricuetu: «Esto escribió Milio qu'en Perendi se crió»), bien en los parques públicos de Xixón (cuánto debe Milio a lo que sabe escuchar en los parques), donde sea que sus cuentos se ubiquen hay la misma mirada, el mismo cumplido estilo, y el escritor que es dueño de un estilo nada debe temer. Ningún lector exigente puede negarse a proseguir un relato que comience de modo tan cerrado y perfecto: «Al primer ciclista que vieron en Gurulles d' Arriba confundiéronlu col Diablu montáu nuna arana». Cuentos como «El dandy ciegu», «La vida minorista» o «Decadencia» son chejovianos puros. «Memoria histórica» nos cambia la historia en un giro final pavoroso de escritor pleno. «El Dios Perendi», «Ataque al planeta de los sapos», «Simbiosis» o «Regalos de boda» son ejemplos de fondo y forma gamberros, descarados, golfos. «Una vida distinta», «Arte y pedigrí», «Contrafurgosu» (genial) o «La estirpación» meditan sobre el escribir y sobre el uso de la llingua. «Dios nun recicla» o «El final del plazu» experimentan con el flujo de conciencia y los diálogos. Fábula clásica es «Un recuerdu pa la Muerte». Estampa muy del XIX, «Adeflor, un soldáu, una actriz». «Plasma», realismo sucio. «El día del trasgu», la mejor burla que he leído sobre lo políticamente correcto. «Pedagoxía» habría de inaugurar cualquier taller de literatura creativa para ejemplificar cómo debe tratarse a un personaje secundario (el gitano viejo) que redondea la historia sin apenas haber intervenido en apariencia en ella.

En asturiano se puede contar con el más alto nivel cualquier historia: la trilogía que ahora se cierra es ejemplo ya irrefutable. Muchos de sus cuentos, es cierto, sólo se podrían contar en asturiano (¿Cómo se pasaría al español, por ejemplo, el radical propósito del retornado que clama «¡Dios, quiero más comer bocadillos de felechu que volver marchar!»? ¿Valdría lo mismo «¡Oh, Señor, más quisiera verme obligado a comer sandwichs de criptógamas con frondas pecioladas que verme en la obligación de emigrar de Asturias»?). Pero ahí radica el logro enorme de la normalización a la que tiende (y por cuya ausencia pena) Milio Rodríguez Cueto: el dominio total del vehículo más adecuado para decir exactamente lo que se quiere decir. Lo que le convierte -lo firmo, mantengo y defiendo donde sea- en el narrador breve más interesante con que contamos en España, en el Estado español, o como quieran llamarlo quienes de tantos fronterizos distingos se preocupan.