Harían bien los papás y las mamás en aconsejar a sus hijos que, en estos tiempos de crisis, se dedicasen a escribir novelas y no a estudiar una carrera. Esto último es muy probable y posible que los lleve al paro. Por el contrario, siendo novelistas alcanzarán la gloria, saldrán por la tele, se irán de gira promocional, todo pago, por las tierras de España y se embolsarán 601.000 euros que, aunque Hacienda meta mano, siempre tapan unos cuantos agujeros, y que es la cantidad que Eduardo Mendoza ha recibido por ganar el último «Premio Planeta» con Riña de gatos, un divertido juguete narrativo ambientado en los inicios primaverales del Madrid de 1936.

Un inglés algo tontaina, iluso, ingenuo, experto en la pintura de Velázquez, viaja a la capital de aquella España a punto de caramelo para la Guerra Civil con el fin de tasar algunas pinturas que un duque con palacete en el Paseo de la Castellana quiere vender en el extranjero, adonde piensa huir con su familia para salvarse de la quema fratricida que se avecina. Sin embargo, la cosa se complica, aparece un lienzo que presuntamente fuera obra del grandísimo maestro sevillano, la policía española huele el fraude por tráfico ilegal de arte, el duque es un mentiroso que lo que desea es financiar la compra de armas para la Falange, el despistado Withelands (al que los polis españoles castellanizan como «Vitelas») se enamora de Paquita -hija del aristócrata y novia del también aristócrata José Antonio Primo de Rivera-, quieren endosarle a una menor prostituta y madre en la vida, bebe que se las pela, come recios platos hispanos, le persiguen, huye, escapa de tiroteos, protagoniza, en definitiva, una especie de vodevil con aromas de sainete, gotas de novela de espías y farsa deformante costumbrista, servida en forma de comedia de enredo, que todo eso es Riña de gatos.

Hace un tiempo, Eduardo Mendoza (grande por La verdad sobre el caso Savolta o La ciudad de los prodigios; descacharrante y también grande en sus novelas picarescas, como La aventura del tocador de señoras o aquel lejano El misterio de la cripta embrujada) se vio en el centro de una polémica al sostener, ¡otro más!, que la novela había muerto. Hubo de aclarar muchas veces el sentido exacto de sus palabras: que lo que a su juicio había fenecido era la «novela de sofá», la novela decimonónica. Pues bien, ha escrito una «novela de sofá», una novela decimonónica. No sólo por que los personajes digan «¡Cáspita!» o «¡Por Júpiter!» (que lo dicen), sino porque cuenta Riña de gatos con todos los elementos de aquellas obras: amores, intrigas, sorpresas y sobresaltos, abundantes personajes, habla adecuada al estrato social de los actores, mezcla de historia y ficción, gran política y pequeñas politiquerías... ¿Por qué, entonces, leerla? Como siempre ocurre, por su estilo. Eduardo Mendoza cuenta una historia, ramificada en muchas historias, que se desarrolla en las vísperas de fuego de los más trágicos años del XX español. Pero la pasa y las pasa por dos finísimos tamices: el distanciamiento y la ironía. Parece decirnos el narrador que lo que sobrevendrá a partir de julio del 36 será una horrible catástrofe, pero que no hay nada que rascar, que las cosas son así, y cómo no iban a ser así en un país trapacero, un país de pícaros, rencores, odios extremados, dispuesto a clavarse las uñas ferozmente, tal y como hacen los gatos cuando riñen. Pero, diría el narrador, contémoslo desde el punto de vista de un frío inglés (pleonasmo) que se sumerge en esa caldera española y que no da crédito a lo que ve. Es decir, distanciémonos de ella, que el lector la vea como una trágica comedia (oxímoron). Además, usemos para narrarla una burla fina y disimulada, un tono zumbón. He ahí el porqué de que Riña de gatos se deje leer tan bien, amenice que da gusto las horas de un viaje largo, una noche de insomnio, una tarde sin fútbol, una espera prolongada... tengamos o no un sofá a mano.