Pocos pensadores han visto con mayor nitidez que Romain Gary la desnuda verdad tras el recuento de los millones de cadáveres que dejó la Segunda Guerra Mundial. Acababa de regresar de aquel infierno, donde había combatido como piloto de las Fuerzas Armadas francesas: «Mientras no admitamos que la inhumanidad es algo humano seguiremos en la mentira piadosa». Tzvetan Todorov (Sofía, 1939) cita estas palabras casi al final de su último libro, La experiencia totalitaria, donde acumula nuevos argumentos a favor de un humanismo que participe por igual -sin bascular hacia una u otra- de las nociones que inspiraron el movimiento revolucionario de 1789: libertad, igualdad y fraternidad. El mal está en nosotros, como vio con lucidez desasosegante Gary, pero siempre cabe la posibilidad de domesticarlo, confinarlo, aplacarlo, si estamos vigilantes y hacemos de esos tres principios una guía universal.

Todorov ya planteó en El espíritu de la Ilustración (Galaxia Gutenberg, 2008) la necesidad de una «refundación» y la de «conservar vivos» el programa y la tarea ilustrados, además de cuestionar lo que en ese libro califica de «desvíos modernos», a saber: el cientifismo, el individualismo, la desacralización radical, la pérdida de sentido o el relativismo generalizado. Hay en esas páginas un intento de demolición del irracionalismo y sus escuelas que entronca, aunque sus maestros e inspiraciones no son los mismos, con el que ensaya Juan José Lebreli en El olvido de la razón (Debate, 2007), donde el filósofo argentino trata de desmontar -en la estela del Lukács de El asalto a la razón- la línea de sombra que va de Schopenhauer a los postestructuralistas, pasando por Nietzsche y Heidegger. Se trataría, según Sebreli, de un planteamiento filosófico opuesto «tanto al relativismo y el nihilismo como al dogmatismo y el autoritarismo».

En La literatura en peligro (Galaxia Gutenberg, 2009), el estructuralista Todorov canta la palinodia a propósito del abuso de algunos modelos teóricos en los estudios literarios. Y concluye, en coherencia con ese nuevo humanismo que viene desplegando desde distintas disciplinas (de la Poética a la Historia), que es necesario ofrecer una enseñanza de la literatura que devuelva al lector el gusto por la búsqueda de un «sentido» con el que «entender mejor al hombre y el mundo», además de «descubrir» en las obras una «belleza» que «enriquezca» nuestra existencia. Como aviso para navegantes, y con un punto tal vez de arrepentimiento por su contribución a tal estado de cosas, afirma el autor de Teoría de la literatura: «En la escuela no se aprende de qué hablan las obras, sino de qué hablan las críticas».

Todorov es un «hombre desplazado», según la acertada expresión que él mismo ha utilizado para titular uno de sus libros. Salvando todas las distancias, su vida y muchos de sus textos ofrecen puntos de engarce con la trayectoria de Amin Maalouf, más allá, claro, de que ambos han sido galardonados con el premio Príncipe de Asturias. Desde su salida de la Bulgaria comunista, en la que se educó, y su llegada a París, donde completó estudios con Barthes y dirigió con Genette la revista «Poétique» en los años previos a la revuelta estudiantil de mayo del 68, ha elaborado una perspectiva propia desde los sentimientos de desarraigo y pertenencia, desde el matiz y el análisis del funcionamiento de los regímenes totalitarios y de los sistemas democráticos, desde las experiencias históricas y el ejemplo vital e intelectual de un puñado de maestros. Su posición es hoy la de un inteligente defensor de un humanismo activo, crítico, poco complaciente con cualquier dogma, incluidos algunos de los que él mismo predicó en el campo de la teoría, como hemos podido ver.

La experiencia totalitaria se ajusta a esa descripción que acabamos de hacer a vuela pluma. Publicado en Francia en 2009 bajo el título de La signature humaine, incluye trabajos en los que Todorov homenajea a figuras como Germaine Tillion, Raymond Aron o Bajtín; repasa la contribución de otros personajes singulares del pasado siglo, caso de Jakobson o Primo Levi; desmenuza episodios como el de la suerte de los judíos búlgaros durante las persecuciones nazis en los tiempos de la «solución final»; investiga el carácter de Stalin y su estilo político a partir del impagable diario de Georgi Dimitrov, así como las relaciones entre artistas y dictadores o, en el último de los capítulos, las erizadas conexiones entre la memoria y el mal a cuento de algunas de las más oscuras páginas del grueso libro de la infamia: las del apartheid sudafricano o las del genocidio de Camboya bajo los jemeres rojos. Algunas de las opiniones de Todorov son sin duda polémicas. Pongo sólo un ejemplo: cuando señala, al referirse a los crímenes políticos pasados, que es más importante «entenderse en el presente que preocuparse por el juicio estrictamente jurídico de un acto del pasado». Habrá muchas víctimas o familiares de éstas que discrepen, comprensiblemente, de un punto de visto que trata de asegurar la convivencia aun a costa de renunciar a la justicia retrospectiva. Sin embargo, no fue otro el discurso que se siguió en España durante la transición del franquismo a la democracia.

Pero, a nuestro juicio, la aportación principal de este libro está en la introducción que Todorov escribe para el conjunto de los trabajos mencionados. El pensador combate en esas líneas, de frente y con sólidas razones, contra el «nuevo dogma ultraliberal», que considera «portador del mismo pensamiento monista que su enemigo» al simplificar la realidad y operar en una «sola dimensión». Para Todorov, que hace referencia explícita a Hayek, el ultraliberalismo enlaza con el discurso totalitario, sólo que, al contrario que este último, estigmatiza lo «colectivo» en vez de lo «individual». «Al hacerlo, contraviene -paradójicamente- el principio fundador del pensamiento liberal, que es que un poder limite otro», subraya. Un ensayo, pues, absolutamente recomendable en estos tiempos de rearme ultraliberal (aún está reciente la ofensiva del Tea Party Movement) pese al oscuro callejón económico a que nos han conducido las tres últimas décadas de desregulaciones del mercado y demonización del Estado.