Durante los últimos años, la emergencia de una serie de jóvenes pintores asturianos desprejuiciadamente afianzados en la figuración viene mostrando hasta qué punto esta opción se mantiene abierta y viva como opción entre las nuevas hornadas de artistas de la región. Las poéticas, técnicas y objetivos son tan distintas como cabe desear en creadores con sus propias necesidades y recursos, pero tienen en común su plena sintonía con una sensibilidad inequívocamente contemporánea. Dos testimonios (más) de esa buena salud de la joven figuración asturiana se exhiben estos días en la sala Murillo de Oviedo - «Accidentes geográficos», de Federico Granell (Cangas del Narcea, 1974)- y en la galería gijonesa Adriana Suárez, que expone la obra reciente de Helena Toraño (Llanes, 1984).

En el caso de Granell, sus pasos, como los pasos de los anónimos y fugitivos personajes que atraviesan los cuadros de su nueva individual, se adentran con decisión en un territorio plenamente romántico, saturado del misterio que ya albergaban sus interiores de aeropuertos y zonas de tránsito y sus paisajes suburbiales y nevados. Y la palabra «territorio» ha de tomarse aquí en sentido figurado, pero también literal. Con la misma indivisible unidad conceptual que organizaba sus series anteriores, los óleos de «Accidentes geográficos» reflejan un trayecto unitario hacia lo abierto y lo sublime basado en el sobrecogimiento que produjo al autor un viaje al glaciar Franz Josef, en Nueva Zelanda. Siguiendo los pasos del pintor, el visitante deja atrás una serie de pulcros y fantasmagóricos paisajes suburbanos para tomar el camino de la alta montaña y descubrir un paisaje que instantáneamente se percibe como un símbolo, una alegoría sobre la soledad, la pequeñez y seguramente el absurdo de la existencia que es imposible dejar de relacionar con los personajes (siempre de espaldas) y los espacios naturales sacralizados por Friedrich.

Aunque en esta ocasión abre su paleta a nuevos colores y presta especial atención a nuevos motivos, como la representación minuciosa de los suelos pedregosos en primer plano, el protagonismo sigue siendo para los blancos, los grises y los tenues azules de la nieve y la atmósfera, y para el diálogo, exquisitamente compuesto, de las siluetas humanas que avanzan en solitario o en grupos por yermos y caminos con los borrosos perfiles de la montaña y unos celajes radiantes e indistintos. La lejanía bien podría ser, de hecho, el verdadero tema de estas pinturas en las que la vibración metafísica aparece en ocasiones contrapesada por un cierto humor onírico y absurdo, y siempre aligerada de todo énfasis.

Tampoco hay pomposidad alguna en la obra que Helena Toraño muestra en Adriana Suárez. Todo lo contrario. La joven artista llanisca sigue saqueando los baúles de la figuración pop, pero con el acierto de integrar una imaginería que siempre corre el riesgo de resultar sobada, por sobreexplotada, en un contexto imaginativo y personal que va mucho más allá de la mera cita y repetición de iconos y fetiches retro. Sus acrílicos se dejan ver como una especie de variaciones musicales sobre un repertorio fijo de temas -interiores con figuras humanas, carteles, suelos, mesitas, fotografías familiares, floreros- compuestos según un par de patrones fijos que se repiten de cuadro en cuadro, y en los que los recursos plásticos juegan a tensar la plenitud colorista del pop con la profundidad de la pintura tradicional. Ese mundo privado se enriquece con las alusiones más poéticas e intimistas de una serie para la que, más que pop, habría que repescar la idea de un «camp» castizo y sentimental que hace pensar en recuerdos de infancia.

El juego se amplía, y llega a ser francamente divertido como en un jeroglífico o en un acertijo, en los dibujos-collages que completan la exposición, apoyados -como el resto de la obra- en unos títulos muy literarios que incitan al espectador y al mismo tiempo lo desorientan.